Frédéric Bastiat
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En la esfera económica, un acto, una costumbre, una institución, una ley no engendran un solo efecto, sino una serie de ellos. De estos efectos [1], el primero es sólo el más inmediato; se manifiesta simultáneamente con la causa, se ve. Los otros aparecen sucesivamente, no se ven; bastante es si los prevemos.
Toda la diferencia entre un mal y un buen economista es ésta: uno se limita al efecto visible; el otro tiene en cuenta el efecto que se ve y los que hay que prever.
Pero esta diferencia es enorme, ya que casi siempre sucede que, cuando la consecuencia inmediata es favorable, las consecuencias ulteriores son funestas, y vice versa. — Así, el mal economista persigue un beneficio inmediato que será seguido de un gran mal en el futuro, mientras que el verdadero economista persigue un gran bien para el futuro, aun a riesgo de un pequeño mal presente.
Lo mismo vale para la higiene o la moral. A menudo, cuanto más agradable es el primer fruto de una costumbre, más amargos son los siguientes. Por ejemplo: la corrupción, la pereza, el prodigarse. En cuanto un hombre, impresionado por el efecto que se ve, no habiendo aprendido aún a comprender los que no se ven, se abandona a sus funestas costumbres, no sólo por rutina, sino por cálculo (su propio beneficio).
Esto explica la evolución fatalmente dolorosa de la humanidad. La ignorancia lo rodea al principio; así, ésta determina sus actos por sus consecuencias primeras, las únicas que, al principio, puede ver. Sólo con el tiempo aprende a tener en cuenta las otras [2]. Dos maestros bien diferentes le enseñan esta lección: La Experiencia y la Previsión. La experiencia enseña de manera eficaz pero brutal. Nos instruye de todos los efectos de un acto haciéndonoslos sufrir, y no podemos evitar, a fuerza de quemarnos, terminar sabiendo que el fuego quema. Me gustaría, todo lo posible, sustituir este rudo doctor por otro más agradable: la Previsión. Esto es por lo que voy a investigar las consecuencias de algunos fenómenos económicos, oponiendo a las que se ven las que no se ven.
¿Ha sido usted alguna vez testigo de la cólera de un buen burgués Juan Buenhombre, cuando su terrible hijo acaba de romper un cristal de una ventana? Si alguna vez ha asistido a este espectáculo, seguramente habrá podido constatar que todos los asistentes, así fueran éstos treinta, parecen haberse puesto de acuerdo para ofrecer al propietario siempre el mismo consuelo: ``La desdicha sirve para algo. Tales accidentes hacen funcionar la industria. Todo el mundo tiene que vivir. ¿Qué sería de los cristaleros, si nunca se rompieran cristales?´´
Mas, hay en esta fórmula de condolencia toda una teoría, que es bueno sorprender en flagrante delito, en este caso muy simple, dado que es exactamente la misma que, por desgracia, dirige la mayor parte de nuestras instituciones económicas.
Suponiendo que haya que gastar seis francos para reparar el destrozo, si se quiere decir que el accidente hace llegar a la industria cristalera, que ayuda a dicha industria en seis francos, estoy de acuerdo, de ninguna manera lo contesto, razonamos justamente. El cristalero vendrá, hará la reparación, cobrará seis francos, se frotará las manos y bendirá de todo corazón al terrible niño. Esto es lo que se ve.
Pero si, por deducción, se llega a la conclusión, como a menudo ocurre, que es bueno romper cristales, que esto hace circular el dinero, que ayuda a la industria en general, estoy obligado a gritar: ¡Alto ahí! Vuestra teoría se detiene en lo que se ve, no tiene en cuenta lo que no se ve.
No se ve que, puesto que nuestro burgués a gastado seis francos en una cosa, no podrá gastarlos en otra. No se ve que si él no hubiera tenido que reemplazar el cristal, habría reemplazado, por ejemplo, sus gastados zapatos o habría añadido un nuevo libro a su biblioteca. O sea, hubiera hecho de esos seis francos un uso que no efectuará.
Hagamos las cuentas para la industria en general.
Estando el cristal roto, la industria cristalera es favorecida con seis francos; esto es lo que se ve. Si el cristal no se hubiera roto, la industria zapatera (o cualquier otra) habría sido favorecida con seis francos. Esto es lo que no se ve.
Y si tomamos en consideración lo que no se ve que es un efecto negativo, tanto como lo que se ve, que es un efecto positivo, se comprende que no hay ningún interés para la industria en general, o para el conjunto del trabajo nacional, en que los cristales se rompan o no.
Hagamos ahora las cuentas de Juan Buenhombre.
En la primera hipótesis, la del cristal roto, él gasta seis francos, y disfruta, ni más ni menos que antes, de un cristal. En la segunda, en la que el accidente no llega a producirse, habría gastado seis francos en calzado y disfrutaría de un par de buenos zapatos y un cristal.
O sea, que como Juan Buenhombre forma parte de la sociedad, hay que concluir que, considerada en su conjunto, y hecho todo el balance de sus trabajos y sus disfrutes, la sociedad ha perdido el valor de un cristal roto.
Por donde, generalizando, llegamos a esta sorprendente conclusión: ``la sociedad pierde el valor de los objetos destruidos inútilmente,´´ — y a este aforismo que pondrá los pelos de punta a los proteccionistas: ``Romper, rasgar, disipar no es promover el trabajo nacional,´´ o más brevemente: ``destrucción no es igual a beneficio.´´
¿Qué dirá usted, Moniteur Industriel, [3] que dirán ustedes, seguidores de este buen Sr. de Saint-Chamans, que ha calculado con tantísima precisión lo que la industria ganaría en el incendio de París, por todas las casas que habría que reconstruir?
Me molesta haber perturbado sus ingeniosos cálculos, tanto más porque ha introducido el espíritu de éstos en nuestra legislación. Pero le ruego que los empiece de nuevo, esta vez teniendo en cuenta lo que no se ve al lado de lo que se ve.
Es preciso que el lector se esfuerce en constatar que no hay solamente dos personajes, sino tres, en el pequeño drama que he puesto a su disposición. Uno, Juan Buenhombre, representa el Consumidor, obligado por el destrozo a un disfrute en lugar de a dos. El otro, en la figura del Cristalero, nos muestra el Productor para el que el accidente beneficia a su industria. El tercero es el zapatero, (o cualquier otro industrial) para el que el trabajo se ve reducido por la misma causa. Es este tercer personaje que se deja siempre en la penumbra y que, personificando lo que no se ve, es un elemento necesario en el problema. Es él quien enseguida nos enseñará que no es menos absurdo el ver un beneficio en una restricción, que no es sino una destrucción parcial. — Vaya también al fondo de todos los argumentos que se hacen en su favor, y no encontrará que otra forma de formular el dicho popular: ``¿Que sería de los cristaleros, si nunca se rompieran cristales?´´ [4]
Lo que vale para un hombre vale para un pueblo. Cuando quiere darse una satisfacción, debe ver si vale lo que cuesta. Para una nación, la Seguridad es el mayor de los bienes. Si, para adquirirla, hay que poner en pie de guerra a cien mil hombres y gastar cien millones, no tengo nada que decir. Es un disfrute comprado al precio de un sacrificio.
Que no se malinterprete el alcance de mi tesis.
Un representante propone despedir cien mil hombres para dispensar a los contribuyentes de pagar los cien millones.
Si la respuesta se limita a: ``Esos cien mil hombres y cien millones son indispensables para la seguridad nacional: es un sacrificio; pero, sin ese sacrificio, Francia sería desgarrada por facciones o invadida por los extranjeros.´´ — No tengo nada que oponer a este argumento, que puede ser de hecho verdadero o falso, pero que no encierra ninguna herejía económica. La herejía comienza cuando quiere representarse el sacrificio mismo como una ventaja, porque beneficia a alguien.
O mucho me equivoco, o el autor de la proposición no tardará más en bajarse de la tribuna que el tiempo de que un orador se precipite a ella para decir:
``¡Despedir cien mil hombres! ¿Lo ha pensado? ¿Qué va a ser de ellos? ¿De qué van a vivir? ¿Del trabajo? ¿Pero no saben que el trabajo escasea por todas partes? ¿Que todos los puestos están ocupados? ¿Quiere tirarlos a la plaza pública para aumentar la competición y hacer bajar los salarios? Ahora que es tan difícil ganarse la vida, ¿no es maravilloso que el Estado dé pan a cien mil individuos? Considere, además, que el ejército consume vino, vestidos, armas, que extiende la actividad por las fábricas, en las ciudades de guarnición, y que es la Providencia de sus numerosos proveedores. ¿No pensará siquiera en la idea de eliminar este inmenso movimiento industrial?´´
Este discurso, claramente, concluye con el mantenimiento de los cien mil soldados, abstracción hecha de la necesidad de su servicio, y por consideraciones económicas. Son estas consideraciones las que tengo que refutar.
Cien mil hombres, que cuestan a los contribuyentes cien millones, viven y permiten vivir a sus proveedores tanto como permiten cien millones: esto es lo que se ve.
Pero cien millones, salidos del bolsillo del contribuyente, dejan de servir a los contribuyentes y a sus proveedores, tanto como permiten esos cien millones: esto es lo que no se ve.
En cuanto a mí, os diré dónde está la pérdida, y, para simplificar, en lugar de hablar de cien mil hombres y cien millones, razonemos con un hombre y mil francos.
Henos aquí en el pueblo de A. Los reclutadores pasan y reclutan un hombre. Los recaudadores pasan y recaudan mil francos. El hombre y la suma de dinero son transportados a Metz, destinada una a hacer vivir al otro sin hacer nada. Si usted sólo observa Metz, ¡oh!, tiene usted cien veces razón, la medida es muy ventajosa; pero si sus ojos se posan en el pueblo de A, usted juzgará de otra manera, ya que, a no ser que sea ciego, verá usted que el pueblo ha perdido un trabajador y los mil francos que remuneraban su trabajo, y la actividad que, mediante el gasto de esos mil francos, generaba en torno a él.
A primera vista, parece que haya compensación. El fenómeno que sucedía en el pueblo A se pasa ahora en Metz, y eso es todo.
Pero he aquí dónde está la pérdida. En el pueblo A, un hombre trabajaba: era un trabajador; en Metz, hace mirada al frente, izquierda y derecha: es un soldado. El dinero y la circulación son los mismos en los dos casos; pero en uno había trescientos días de trabajo productivo; en el otro, hay trescientos días de trabajo improductivo, siempre bajo la suposición de que una parte del ejército no es indispensable para la seguridad pública.
Ahora viene el despido. Ustedes me señalan un incremento de cien mil trabajadores, la competencia estimulada y la presión que ésta ejerce sobre los salarios. Eso es lo que ustedes ven.
Pero he aquí lo que ustedes no ven. No ven que licenciar cien mil soldados no es eliminar cien millones, es devolverlos a los contribuyentes. Ustedes no ven que meter cien mil trabajadores en el mercado, es meter, de golpe, los cien millones destinados a pagar su sueldo; que, en consecuencia, la misma medida que aumenta la oferta de brazos aumenta también la demanda; de ahí se sigue que vuestra bajada de salarios es ilusoria. Ustedes no ven que antes, como después del despido, hay en el país cien millones correspondientes a cien mil hombres; que toda la diferencia consiste en esto: antes, el país da los cien millones a los cien mil hombres por no hacer nada; después, se los da por trabajar. En resumen, ustedes no ven que cuando un contribuyente da su dinero, sea a un soldado a cambio de nada, sea a un trabajador a cambio de algo, todas las consecuencias posteriores de la circulación de este dinero son las mismas en los casos; solo que, en el segundo caso, el contribuyente recibe algo, y en el primero, no recibe nada. — Resultado: una perdida inútil para la nación.
El sofisma que combato aquí no resiste la prueba de la progresión, que es la piedra angular de todos los principios. Si, todo compensado, todos los intereses examinados, hay un beneficio nacional en aumentar el ejército, ¿por qué no alistar bajo la bandera toda la población masculina del país?
¿Nunca les ha sucedido oír decir:
``Los impuestos, son el mejor emplazamiento; es una rosa fecundadora? Mire cuántas familias hace vivir, y piense en el impacto sobre la industria: Es el infinito, es la vida.´´
Para combatir esta doctrina, estoy obligado a reproducir la refutación precedente. La economía política sabe bien que sus argumentos no son lo bastante equívocos para que se pueda decir: Repetitia placent. Así, como Basile, ha adaptado el proverbio a su uso, bien convencida de que en su boca, Repetitia docent.
Las ventajas que los funcionarios encuentran al ascender en la escala social (prosperar), es lo que se ve. El bien que de ello resulta para sus proveedores, también se ve. Esto es evidente a los ojos.
Pero la desventaja que los contribuyentes sufren al liberarse, es lo que no se ve, y el daño que de ello resulta es lo que se ve aún menos, aunque salte a la vista de la inteligencia.
Cuando un funcionario gasta en su beneficio cien perras de más, esto implica que un contribuyente gasta en su beneficio cien perras de menos. Pero el gasto del funcionario se ve, porque se efectúa; mientras que el del contribuyente no se ve porque se le impide hacerlo.
Ustedes comparan la nación a la tierra seca y los impuestos a la lluvia fecunda. De acuerdo. Pero también deberían preguntarse dónde están las fuentes de esa lluvia, y si no son precisamente los impuestos quienes absorben la humedad del suelo y lo desecan.
Deberían preguntarse además si es posible que el suelo reciba tanta de esta preciosa agua a través de la lluvia como pierde por evaporación.
Lo que está muy claro es que, cuando Juan Buenhombre da cien perras al recaudador, aquél no recibe nada a cambio. Después, cuando un funcionario gasta esas cien perras, las devuelve a Juan Buenhombre, es a cambio de un valor igual de trigo o de trabajo. El resultado final para Juan Buenhombre es una pérdida de cinco francos.
Es muy cierto que a menudo, las más de las veces si se quiere, el funcionario da a Juan Buenhombre un servicio equivalente. En este caso, no hay pérdida para nadie, no hay más que intercambio. De la misma manera, mi argumentación no se dirige en modo alguno a las funciones útiles. Lo que yo digo es: si se quiere una función, pruébese su utilidad. Demuéstrese que sirve a Juan Buenhombre, por los servicios que le presta, el equivalente de lo que a él le cuesta. Pero, abstracción hecha de esta utilidad intrínseca, no invoquéis como argumento la ventaja que ésta da al funcionario, a su familia o a sus proveedores; que no se alegue que ésta favorece el trabajo.
Cuando Juan Buenhombre da cien perras a un funcionario a cambio de un servicio realmente útil, es exactamente como cuando él da cien perras a un zapatero a cambio de un par de buenos zapatos. Ambos dan, y quedan en paz. Pero, cuando Juan Buenhombre da cien perras a un funcionario para no recibir servicio alguno o incluso para sufrir vejaciones, es como si se los diera a un ladrón. De nada sirve decir que el funcionario gastará los cien perras para mayor beneficio del trabajo nacional; lo mismo hubiera hecha un ladrón; lo mismo hubiera hecho Juan Buenhombre si no se hubiera encontrado en su camino al parásito extra-legal o al legal.
Habituémonos pues a no juzgar las cosas solamente por lo que se ve, sino también por lo que no se ve.
El año pasado, estaba yo en el Comité de finanzas, ya que, bajo la Constituyente, los miembros de la oposición no eran sistemáticamente excluidos de todas las Comisiones; en ésta, la Constituyente actuaba sabiamente. Hemos oído decir al Sr. Thiers: ``Durante toda mi vida he combatido los hombres del partido legitimista y del partido religioso. Desde que el peligro común se nos ha acercado, desde que los frecuento, que los conozco, que nos hablamos de corazón, me he dado cuenta de que no son los monstruos que yo me había imaginado.´´
Sí, las desconfianzas se exageran, los odios se exaltan entre los partidos que no se mezclan; y si la mayoría deja entrar en el seno de las Comisiones algunos miembros de la minoría, puede que se reconociera, de una parte como de la otra, que las ideas no están tan alejadas y sobre todo las intenciones no son tan perversas como se las supone.
Como quiera que así fuera, el año pasado, yo estaba en el Comité de finanzas. Cada vez que uno de nuestros colegas hablaba de fijar a una cifra moderada los gastos del Presidente de la República, de los ministros, de los embajadores, se le respondía:
``Por el bien mismo del servicio, hay que envolver algunas funciones de pompa y dignidad. Es la manera de interesar a los hombres de mérito. Innumerables desgracias se dirigen al Presidente de la República, y sería ponerle en una situación difícil si se viera obligado a rechazarlas todas. Una cierta representación en los salones ministeriales y diplomáticos es uno de los engranajes de los gobiernos constitucionales, etc. etc.´´
Aunque tales argumentos puedan resultar controvertidos, ciertamente merecen un serio examen. Están fundados sobre el interés público, bien o mal entendido; y, en cuanto a mí, les presto mucha más atención que muchos de nuestros Cantones, movidos por un espíritu estrecho de escatimar o por la envidia.
Pero lo que me revuelve mi conciencia de economista, lo que me hace enrojecer por culpa de la renombrada intelectualidad de mi país, es cuando se llega (sin fallar jamás) a esta banalidad absurda, y siempre bien acogida:
``Por otra parte, el lujo de los grandes funcionarios favorece las artes, la industria, el trabajo. El jefe del Estado y sus ministros no pueden dar sus festines y sus veladas sin hacer circular la vida en todas las venas del cuerpo social. Reducir estos tratamientos, es matar de hambre a la industria parisina, y, de golpe, la industria nacional.´´
Con la venia, Señores, respeten al menos la aritmética y no me vengan a decir, delante de la Asamblea nacional de Francia, no vaya a ser que para su vergüenza nos apruebe, que una suma de un resultado diferente, según se haga de arriba a abajo o de abajo a arriba.
¡Cómo! Voy a arreglármelas con un obrero para que me haga una acequia en mi terreno, mediando cien perras. En el momento de concluir, el recaudador me toma mis cien perras y se las da al ministro del interior; mi contrato queda roto pero el Sr. ministro añadirá un plato a su cena. ¡Basándoos en qué, osáis afirmar que este gasto oficial es una carga añadida a la industria nacional! ¿No comprendéis que no hay más que un simple desplazamiento de satisfacción y de trabajo? Un ministro tiene su mesa mejor servida, es cierto; pero un agricultor tiene un terreno peor desecado, y ésto es tan cierto como lo otro. Un restaurador parisino a ganado cien perras, lo concedo; pero concédaseme que un obrero de provincias no ha ganado cinco francos. Todo lo que se puede decir, es que el plato oficial y el restaurador satisfechos es lo que se ve, el terreno inundado y el obrero sin trabajo, es lo que no se ve.
¡Dios mío! cuanto esfuerzo para probar, en economía política, que dos y dos son cuatro; y si se consigue, se dice uno: ``Está tan claro, que es hasta aburrido.´´ — Después se vota como si nada se hubiera probado.
¿Debe el Estado subvencionar las artes?
Hay en efecto mucho que decir a Favor y en Contra.
A favor del sistema de subvenciones, puede decirse que las artes extienden, elevan y poetizan el alma de una nación, que arrancan de las preocupaciones materiales, le dan el sentido de lo bello, y actúan favorablemente en sus maneras, sus costumbres, sus hábitos e incluso su industria. Podemos preguntarnos dónde estaría la música en Francia, sin el Teatro-Italiano y el Conservatorio; el arte dramático, sin el Teatro-Francés; la pintura y la escultura, sin nuestras colecciones y museos. Se puede ir aún más lejos y preguntarse si, sin la centralización y en consecuencia la subvención de las bellas artes, ese gusto exquisito se hubiera desarrollado, que es el noble patrimonio del trabajo francés e impone sus frutos al universo entero. En presencia de tales resultados, ¿no sería una gran imprudencia renunciar a esta módica cotización de todos los ciudadanos que en definitiva, hace, en medio de Europa, su superioridad y su gloria?
A estas razones y a bastantes otras, de las que yo no pongo en duda su fuerza, podemos oponer otras no menos poderosas. Hay, para empezar, podríamos decir, una cuestión de justicia distributiva. El derecho del legislador, ¿puede reducir el salario del artesano para constituir un beneficio extra para el artista? El Sr. Lamartine decía: ``Si suprimís la subvención de un teatro, ¿dónde os pararéis en esta vía?, ¿no seréis lógicamente llevados a suprimir vuestras Facultades, vuestros museos, vuestros Institutos, vuestras Bibliotecas?´´ Podría respondérsele: ``Si usted quiere subvencionar todo lo que es bueno y útil, ¿dónde se parará usted en esa vía? ¿no será usted lógicamente llevado a constituir una lista civil de la agricultura, la industria, el comercio, la beneficencia, la instrucción?´´ De hecho, ¿es cierto que las subvenciones favorecen el progreso del arte? Es ésta una cuestión lejos de estar resuelta, y vemos con nuestros propios ojos que los teatros que prosperan son los que viven de su propio funcionamiento. En fin, elevándose a más altas consideraciones, puede observarse que las necesidades y los deseos nacen los unos de los otros, y se elevan hacia cimas cada vez más puras [5], a medida que la riqueza del público permite satisfacerlas; que el gobierno no tiene por qué inmiscuirse en esta correspondencia, ya que, en un estado dado de la riqueza actual, no sabría estimular, mediante impuestos, las industrias del lujo sin afectar a las de primera necesidad, interviniendo así en la marcha normal de la civilización. Puede observarse que los desplazamientos artificiales de necesidades, gustos, trabajo y población, ponen a los pueblos en una situación precaria y peligrosa, que no tiene una base sólida.
He ahí algunas de la razones que alegan los adversarios de la intervención del Estado, en lo que concierne el orden en el que los ciudadanos creen deber satisfacer sus necesidades y deseos, y en consecuencia dirigir su actividad. Yo soy, lo confieso, de los que piensan que la elección, el impulso debe venir de abajo, y no de arriba, de los ciudadanos, no del legislador; y la doctrina contraria me parece conducir a la eliminación de la libertad y de la dignidad humanas.
Pero, por una deducción tan falsa como injusta, ¿saben de qué se acusa a los economistas? De, cuando rehusamos la subvención, rechazar la cosa misma que se subvenciona, de ser enemigos de todo tipo de actividad, porque queremos que esas actividades sean, por una parte, libres, y por otra, que ellas busquen en sí mismas su recompensa. Así, ¿que pedimos al Estado que no intervenga, vía los impuestos, en materia religiosa? somos ateos; ¿que pedimos que el Estado no intervenga, vía impuestos, en la educación? odiamos las Luces; ¿que decimos que el Estado no debe dar, por los impuestos, un valor ficticio al suelo, o a una industria dada? somos enemigos de la propiedad y del trabajo; ¿que pensamos que el estado no debe subvencionar a los artistas? somos unos bárbaros que juzgamos las artes inútiles.
Protesto aquí con todas mis fuerzas contra estas deducciones.
Lejos de pensar que deberíamos reducir la religión, la educación, la propiedad, el trabajo y las artes cuando pedimos que el Estado proteja el libre desarrollo de todos estos órdenes de la actividad humana, sin les subvencionar unos a expensas de otros, creemos por contra que todas las fuerzas vivas de la sociedad se desarrollarán armoniosamente bajo la influencia de la libertad, que ninguna de ellas será, como lo vemos hoy en día, una fuente de problemas, de abusos, de tiranía y de desorden.
Nuestros adversarios creen que una actividad que no sea subvencionada ni reglamentada es una actividad condenada. Nosotros creemos lo contrario. Su fe es en el legislador, no en la humanidad. La nuestra es en la humanidad, no en el legislador.
Así, el Sr. Lamartine decía: ``En nombre de este principio, habría que abolir las exposiciones públicas que hacen el honor y la riqueza de este país.´´
Yo contesto al Sr. Lamartine: ``Desde su punto de vista, no subvencionar es abolir, porque, partiendo del hecho de que nada existe si no es por voluntad del Estado, usted concluye que nada vive salvo lo que los impuestos hacen vivir. Pero yo vuelvo contra usted el ejemplo que ha escogido, y le hago observar que la más grande, la más noble de las exposiciones, y la que ha sido realizada en la mentalidad más liberal, la más universal, y hasta podría decir, sin exagerar, humanitaria, es la exposición que se prepara en Londres, la única en la que ningún gobierno se mete y que ningún impuesto subvenciona.´´
Volviendo a las bellas artes, se puede, repito, alegar a favor y en contra del sistema de subvenciones poderosas razones. El lector comprenderá que, de acuerdo con el objetivo social de este escrito, no tengo por qué exponer estas razones ni decantarme por una de ellas.
Pero el Sr. Lamartine a puesto de relieve un argumento que yo no puedo silenciar, ya que entra en el preciso ámbito de este estudio económico.
Ha dicho:
La cuestión económica, en materia de teatros, se reduce a una sola palabra: El trabajo. Poco importa la naturaleza de este trabajo, es un trabajo tan fecundo, tan productivo como todo tipo de trabajo en una nación. Los teatros, saben ustedes, no alimentan, no pagan salarios, en Francia, a menos de ochenta mil obreros de todo tipo, pintores, constructores, decoradores, costureros, arquitectos, etc., que son la vida misma y el movimiento de varios barrios de esta capital, y, a justo título, ¡deben recibir su simpatía!
¡Su simpatía! — tradúzcase: sus subvenciones.
Y aún más:
Los placeres de París son el trabajo y el consumo de los departamentos, y los lujos del rico son el salario y el pan de doscientos mil obreros de toda clase, que viven de la tan diversa industria de teatros sobre la superficie de la República, y reciben de esos placeres nobles, que instruyen a Francia, el alimento para su vida y las necesidades de sus familias e hijos. Es a ellos a los que dais los 60,000 francos. (¡Muy bien! ¡muy bien!, numerosas manifestaciones de aprobación)
Yo estoy obligado a decir: ¡muy mal! ¡muy mal! restringiendo, por supuesto, el alcance del juicio al argumento económico del que es aquí cuestión.
Sí, es a los obreros del teatro que irán, al menos en parte, los 60,000 francos de los que se trata. Algunas migajas podrán apartarse del camino. Incluso, si escrutamos de cerca la cosa, quizá descubramos que el pastel tomará otro camino; ¡felices los obreros si les quedan aunque sea unas migajas! Pero admitamos que la subvención entera irá a los pintores, decoradores, costureros, peluqueros, etc. Esto es lo que se ve.
Pero, ¿de dónde viene? he aquí el reverso de la cuestión, tan importante su examen como el del anverso. ¿Dónde esta la fuente de los 60,000 francos? Y, ¿a dónde irían, si un voto legislativo no los dirigiera primero a la calle Rivoli y de ahí a la calle Grenelle? Esto es lo que no se ve.
Seguramente nadie osará sostener que el voto legislativo a hecho nacer esta suma de la urna del escrutinio; que es una pura suma hecha a l a riqueza nacional; que, sin ese voto milagroso, esos sesenta mil francos habrían sido por siempre jamás invisibles e impalpables. Hay que admitir que todo lo que ha podido hacer la mayoría, es decidir que serán cogidos de un sitio para ser enviados a otro, y que no tendrán esa destinación más que porque son desviados de otra.
Siendo así la cosa, está claro que el contribuyente al que se le ha cobrado un impuesto de 1 franco, no dispondrá de ese franco. Será privado de una satisfacción en la medida de un franco, y el obrero, el que sea, que la habría procurado, será privado en la misma medida de su salario.
No nos hagamos pues la pueril ilusión de creer que el voto del 16 de Mayo añade lo que sea al bienestar y al trabajo nacional. Desplaza los disfrutes, desplaza los salarios, eso es todo.
¿Se dirá que sustituye un genero de satisfacción y de trabajo por satisfacciones y trabajos más urgentes, más morales, más razonables? Yo podría luchar en este terreno. Yo podría decir: Quitando 60,000 francos a los contribuyentes, ustedes disminuyen los salarios de agricultores, obreros, carpinteros, herreros, y aumentan otro tanto los salarios de cantantes, peluqueros, decoradores y costureros. Nada prueba que esta última clase sea menos interesante que la otra. El Sr. Lamartine no responde. Dice que el trabajo de los teatros es tan fecundo, tan productivo (y no más) como cualquier otro, lo que podría ser rebatido; ya que la prueba de que el segundo no es tan productivo como el primero es que éste es obligado a subvencionar aquél.
Pero esta comparación entre la valor y el mérito intrínseco de las diversas formas de trabajo no entra en mi presente tesis. Todo lo que tengo que hacer aquí es mostrar que si el Sr. Lamartine y las personas que han aplaudido su argumentación han visto, con el ojo izquierdo, los salarios ganados por los proveedores de los comediantes, deberían haber visto, con el ojo derecho, los salarios perdidos por los proveedores de los contribuyentes; y por no haberlo hecho, se han expuesto al ridículo de tomar un desplazamiento por una ganancia. Si fueran consecuentes con su doctrina, pedirían subvenciones hasta el infinito; ya que lo que es cierto para un franco y para 60,000, es cierto, en idénticas circunstancias, para un millardo de francos.
Cuando se trata de impuestos, señores, prueben su utilidad con razones de fundamento, pero no con este desafortunado aserto: ``Los gastos públicos hacen vivir a la clase obrera.´´ Contiene el error de disimular un hecho esencial, a saber que los gastos públicos sustituyen siempre a gastos privados, y que, en consecuencia, hacen en efecto vivir a un obrero en vez de a otro, pero no añaden nada al conjunto de la clase obrera. Su argumentación está muy a la moda, pero es demasiado absurda, para que la razón no tenga razón.
Que una nación, después de haberse asegurado de que una gran empresa debe beneficiar a la comunidad, la haga ejecutar bajo la financiación de una cotización común, nada hay más natural. Pero la paciencia se me agota, lo confieso, cuando oigo a alguien proclamar su apoyo a ésta resolución con ésta metedura de pata económica: ``Además es una manera de crear trabajo para los obreros.´´
El estado traza un camino, construye un palacio, mejora una calle, cava un canal; así da trabajo a unos obreros, esto es lo que se ve, pero priva de trabajo a otros obreros, esto es lo que no se ve.
He aquí la carretera siendo construida. Mil obreros llegan todas la mañanas, se van todas las noches, cierto es, tienen un salario. Si la carretera no hubiera sido decretada, si los fondos no hubieran sido votados, estas bravas gentes no habrían tenido ni el trabajo ni el salario, bien es cierto.
Pero, ¿es esto todo? La operación, en su conjunto, ¿no comprende alguna otra cosa? En el momento en el que el Sr. Dupin pronuncia las palabras sacramentales: ``La Asamblea ha adoptado´´, ¿descienden los millones milagrosamente por un rayo de luna a las arcas de los señores Fould y Bineau? Para que la evolución, como se dice, sea completa, ¿no hace falta que el Estado organice tanto el cobro como el gasto? ¿que ponga a sus recaudadores en campaña y a sus contribuyentes a contribuir?
Estudie entonces la cuestión en sus dos elementos. Siempre constatando el destino que el Estado da a los millones votados, no olvide constatar también el destino que los contribuyentes habrían dado — y ya no pueden dar— a esos mismos millones. Entonces, comprenderá que una empresa pública es un medallón con dos caras. En una figura un obrero ocupado, con la inscripción: lo que se ve, y sobre la otra, un obrero en paro, con la inscripción: lo que no se ve.
El sofisma que yo combato en este escrito es tanto más peligroso, aplicado a las obras públicas, en cuanto sirve a las empresas más alocadas. Cuando un ferrocarril o un puente tienen una utilidad real, basta invocar esta utilidad. Pero si no se puede, ¿que se hace? Se recurre a este engaño: ``Hay que dar trabajo a los obreros.´´
Dicho esto, se ordena hacer y deshacer las terrazas de los Campos de Marte. El gran Napoleón, lo sabemos, creía hacer una obra filantrópica haciendo cavar y rellenar fosas. También decía: ``¿Qué importa el resultado? No hay más que ver la riqueza distribuida entre las clases trabajadoras.´´
Vayamos al fondo del asunto. El dinero nos hace ilusión. Pedir la participación, en forma de dinero, de todos los ciudadanos a una obra común, es en realidad pedirles una participación al contado: ya que cada uno de ellos se procura, mediante el trabajo, la suma sobre la que se le impone fiscalmente. Que se reuna a todos los ciudadanos para hacerles ejecutar, mediante préstamo, una obra útil a todos, es comprensible; su recompensa estará en el resultado de la obra misma. Pero que tras haberles convocado, se les pida hacer carreteras por las que ninguno va a pasar, palacios en los que ninguno de ellos habitará, y esto, bajo pretexto de ofrecerles trabajo: esto sería absurdo y ciertamente podrían objetar: de este trabajo no obtendremos beneficio alguno (sólo obtendremos el esfuerzo); preferimos trabajar por nuestra cuenta.
El procedimiento por el que se hace participar a los ciudadanos en dinero y no en trabajo no cambia nada el resultado general. Solo que, por el primer procedimiento, la pérdida se reparte entre todo el mundo. Por el primero, aquellos a los que el Estado ocupa escapan a su parte de pérdida, añadiéndola a la que sus compatriotas han sufrido ya.
Hay un artículo de la Constitución que dice:
``La sociedad favorece y apoya el desarrollo del trabajo... mediante el establecimiento por el Estado, los departamentos y las comunas, de obras públicas destinadas a emplear los brazos desocupados.´´
Como medida temporal, en un tiempo de crisis, durante un invierno riguroso, esta intervención del contribuyente puede tener buenos efectos. Actúa de la misma manera que los seguros. No añade nada al trabajo y al salario, pero toma trabajo y salario del tiempo ordinario para dotar, con pérdida bien es cierto, las épocas difíciles.
Como medida permanente, general, sistemática, no es más que un engaño ruinosa, un imposible, una contradicción que muestra un poco de trabajo estimulado que se ve, y oculta mucho trabajo impedido, que no se ve.
La sociedad es el conjunto de servicios que los hombres prestan por la fuerza o voluntariamente los unos a los otros, es decir, servicios públicos y servicios privados.
Los primeros, impuestos y reglamentados por la ley, que no siempre es fácil de cambiar cuando debería, pueden sobrevivir largo tiempo, tanto como su propia utilidad, y conservar aún el nombre de servicios públicos, incluso cuando dejan de ser servicios, e incluso cuando no son más que vejaciones públicas. Los segundos son del ámbito de la voluntad, de la responsabilidad individual. Cada uno da y recibe lo que él quiere, lo que puede, tras un debate contradictorio. Se les supone siempre una utilidad real, medida con exactitud por su valor comparativo.
Es por esto por lo que aquellos son tachados de inmovilismo, mientras que estos obedecen a la ley del progreso.
Mientras que el desarrollo exagerado de los servicios públicos, por la pérdida de fuerzas que entraña, tiende a constituir en el seno de la sociedad un funesto parasitismo, es bastante singular que varias sectas modernas, atribuyendo este carácter a los servicios libres y privados, buscan transformar las profesiones en funciones.
Estas sectas se alzan con fuerza contra lo que ellas denominan intermediarios. Suprimirían de buen grado al capitalista, al banquero, al especulador, al empresario, al mercader y al negociante, acusándoles de interponerse entre la producción y el consumo para sangrarlos a los dos, sin añadirles valor alguno. — O mejor aún, les gustaría transferir al Estado la obra que éstos llevan a cabo, ya que ésta no podría ser suprimida.
El sofisma de los socialistas sobre este punto consiste en mostrar al público lo que él paga a los intermediarios a cambio de sus servicios, y en ocultarles lo que habría que pagar al Estado. Es siempre la lucha entre lo que se ve directamente con los ojos y lo que sólo el espíritu puede intuir, entre lo que se ve y lo que no se ve.
Fue sobre todo en 1847 y a la ocasión de la penuria que las escuelas socialistas intentaron y consiguieron popularizar su funesta teoría. Sabían bien que la más absurda propaganda tiene una posibilidad de ser aceptada por aquellos que sufren; malesuada fames.
Así, ayudándose de grandes frases: Explotación del hombre por el hombre, especulación sobre el hambre, acaparamiento, buscan denigrar el comercio y correr un tupido velo sobre sus beneficios.
``¿Por qué, dicen, dejar a los negociantes al cuidado de hacer llegar las mercancías de los Estados Unidos y de Crimea? ¿Por qué el Estado, los departamentos, las comunas no organizan un servicio de abastecimiento y almacenes de reserva? Llegarían al precio de coste, y el pueblo, el pobre pueblo estaría liberado del tributo que paga al comercio libre, es decir, egoísta, individualista y anárquico.´´
El tributo que el pueblo paga al comercio, es lo que se ve. El tributo que el pueblo pagaría al Estado o a sus agentes, en el sistema socialista, es lo que no se ve. ¿En qué consiste el pretendido tributo que el pueblo paga al comercio? En esto: que dos hombres se presten mutuamente servicio, en completa libertad, bajo la presión de la competencia y tras debatir el precio. Cuando el estómago que tiene hambre está en París y el trigo que puede satisfacerlo está en Odessa, el sufrimiento no puede cesar si el trigo no se acerca al estómago. Hay tres medios para que se opere este acercamiento: 1º Los hombres hambrientos pueden ir ellos mismos a buscar el trigo. 2º Pueden dirigirse a los que se encargan de esa tarea. 3º pueden cotizar a un fondo y encargar a funcionarios públicos de la operación.
De estos tres medios, ¿Cuál es el más ventajoso?
En cualquier época, en cualquier país, y tanto más cuanto más libres, más cultivados y más experimentados son, los hombres siempre han escogido preferentemente el segundo, y confieso que esto es suficiente para poner, a mi modo de ver, la respuesta de ese lado. Mi espíritu se niega a admitir que la humanidad en masa se equivoca en un tema que tanto la concierne [6].
Examinemos en cualquier caso.
Que treinta y seis millones de ciudadanos partan para buscar el trigo que necesitan a Odessa, es evidentemente irrealizable. El primer medio no vale nada. Los consumidores no pueden actuar por ellos mismos, luego por fuerza han de recurrir a intermediarios, sean funcionarios o negociantes.
Notemos sin embargo que este primer medio sería el más natural. En el fondo, corresponde a aquél que tiene hambre el ir a buscar el trigo. Es una molestia que le concierne; es un servicio que se debe a si mismo. Si otro, por el motivo que sea, le presta este servicio y se toma la molestia por él, este otro tiene derecho a una compensación. Lo que digo aquí, es para constatar que los servicios de los intermediarios contienen en si mismos el principio de la remuneración. De la manera que sea, ya que hay que recurrir a lo que los socialistas caracterizan de parásito, ¿cuál es, entre el negociante y el funcionario, el parásito menos exigente?
El comercio (lo supongo libre, si no, ¿cómo podría razonar?), el comercio, digo, está llamado, por interés, a estudiar las estaciones, a observar día a día el estado de las cosechas, a recibir informaciones de todos los puntos del globo, a prever necesidades, a tomar precauciones. Hay navíos preparados, corresponsales por todas partes, y su interés inmediato es comprar al mejor precio posible, economizar en todos los detalles de la operación, y conseguir los mejores resultados con el mínimo esfuerzo. No son sólo los negociantes franceses, sino los negociantes del mundo entero quienes se ocupan del abastecimiento de Francia en caso de necesidad; y si el interés les lleva irremediablemente a cumplir con su tarea al mínimo costo, la competencia que se hacen entre ellos les lleva no menos irremediablemente a hacer llegar a los consumidores todo el ahorro realizado. El trigo llega, el comercio tiene interés en venderlo lo antes posible para evitar riesgos, a verificar sus fondos y recomenzar si se puede. Dirigido por la comparación de precios, distribuye los alimentos por todo el país, comenzando siempre por el lugar más caro, es decir, allí donde la necesidad se hace sentir más. No es posible entonces imaginar una organización mejor calculada en el interés de los que tienen hambre, y la belleza de esta organización, que escapa a los socialistas, resulta de que es libre. — En verdad, el consumidor está obligado a reembolsar al comercio de los gastos de transporte, transbordos, almacenaje, comisión, etc.; ¿pero en que sistema no hace falta que el que come el trigo no pague los gastos que hay que hacer para que esté a su alcance? Además hay que pagar la remuneración del servicio dado, pero, en cuanto a su importancia, está reducida al mínimo posible por la competencia; y, en cuanto a su justicia, sería extraño que los artesanos de París no trabajasen para los negociantes de Marsella, cuando los negociantes de Marsella trabajan para los artesanos de París.
¿Qué, según la invención socialista cuando el Estado sustituyese al comercio, qué ocurriría? Ruego que se me señale dónde estaría, para el público, la economía. ¿Estaría en el precio de compra? Pero que se imagine los delegados de cuarenta mil comunas que llegan a Odessa un día dado y de necesidad; que se imagine el efecto sobre el precio. ¿Estaría en los gastos? Pero, ¿harán falta menos navíos, menos marineros, menos transbordos, menos almacenaje, o serían dispensados de pagar todas estas cosas? ¿Será en el beneficio de los negociantes? ¿Pero es que los delegados funcionarios irán a Odessa a cambio de nada? ¿Es que trabajarían y viajarían por el principio de la fraternidad? ¿No haría falta que viviesen? ¿No haría falta que su tiempo fuese pagado? ¿Y creéis que esto no superará mil veces el dos o tres por ciento que gana el negociante, tasa que él está presto a aceptar?
Y además, piensen en la dificultad de recaudar tantos impuestos, de repartir tantos alimentos. Piensen en las injusticias, en los abusos inseparables de une empresa tal. Piensen en la responsabilidad que pesaría sobre el gobierno.
Los socialistas que han inventado estas locuras, y que, los días de desgracia, insuflan en el espíritu de las masas, de dan el título de hombres avanzados, y peligrosamente el uso, ese tirano de las lenguas, ratifica la palabra y el juicio que implica. ¡Avanzados! Esto supone que estos señores ven más lejos que el vulgo; que su solo error es el de estar adelantados a su siglo; y que si no ha venido aún el tiempo de suprimir ciertos servicios libres, pretendidos parásitos, la culpa es del público que está retrasado respecto al socialismo. En mi alma y conciencia, es lo contrario lo verdadero, y no sé a qué siglo bárbaro habría que remontar para encontrar, sobre este tema, el nivel de conocimientos socialista.
Los sectarios modernos oponen sin cese la asociación a la sociedad actual. No se dan cuenta de que la sociedad, en un régimen de libertad, es una verdadera asociación, muy superior a todas las que salen de su fértil imaginación.
Elucidemos esto mediante un ejemplo:
Para que un hombre pueda, al levantarse, ponerse un traje, hace falta que un terreno haya sido librado de malas hierbas, secado, arado, sembrado de un cierto tipo de vegetal; hace falta que los rebaños se hayan alimentado de ellos, que hayan dado lana, que ésta haya sido hilada, tejida, teñida y convertida en tela; que esta tela haya sido cortada, cosida, y convertida en vestido. Y toda esta serie de operaciones implica una multitud de personas; ya que ella supone el empleo de instrumentos para arar, rediles, fábricas, hulla, minas, carros, etc.
Si la sociedad no fuera una asociación más que real, el que quisiera un traje se vería obligado a trabajar en solitario, es decir a realizar él mismo todos los innumerables actos de esta serie, desde el primer golpe de pico que la comienza hasta el último cosido de aguja que la termina.
Pero, gracias a la sociabilidad que es el carácter distintivo de nuestra especie, estas operaciones han sido distribuidas entre una multitud de trabajadores, y se subdividen cada vez más por el bien común, a medida que, incrementándose el consumo, un acto especializado puede alimentar una industria nueva. Viene después el reparto del producto, que se produce según el valor que cada uno ha aportado a la obra final. Si esto no una asociación, me pregunto qué puede serlo.
Noten que como ninguno de los trabajadores ha sacado de la nada la mínima partícula de materia, han tenido que ofrecerse servicios mutuos, ayudarse dentro de un objetivo común, y que todos pueden ser considerados, respecto a los otros, como intermediarios. Si, por ejemplo, en el curso de la operación, el transporte se vuelve importante para ocupar a una persona, el hilado una segunda, el tejido una tercera, ¿por qué la primera sería considerada como más parásita que las otras? ¿No hace falta que el transporte se haga? ¿El que lo hace no consacra tiempo y molestias a ello? ¿No les hacen falta a sus asociados? ¿Hacen estos más que él u otra cosa? ¿No están todos sometidos a la remuneración, es decir por el reparto del producto, a la ley del precio discutido? ¿No es así que en completa libertad, por el bien común, se produce esta división de trabajos y se llega a esos acuerdos? ¿Qué hace entonces un socialista, bajo pretexto de la organización, viniendo despóticamente a destruir nuestros acuerdos voluntarios, terminar con la división del trabajo, substituir los esfuerzos aislados por los asociados y hacer retroceder la civilización?
La asociación, tal como yo la describo aquí, ¿es menos asociación, porque cada uno entra y sale libremente, escoge su lugar, juzga y estipula por si mismo bajo su responsabilidad, y aporta la motivación y la garantía de su interés personal? Para que merezca tal nombre, ¿es necesario que un pretendido reformador nos venga a imponer su fórmula y su voluntad y concentrar, por así decir, la humanidad en él mismo?
Cuanto más examinamos estas escuelas avanzadas, más nos convencemos de que en el fondo no hay más que una cosa: la ignorancia proclamándose infalible y reclamando el despotismo en nombre de esta infalibilidad.
Que el lector excuse esta digresión. No puede ser inútil en el momento en que, salidas de libros sansimonianos, falansterianos e icarianos, [7] las proclamas contra los intermediarios invaden el periodismo y las tribunas, y amenazan seriamente la libertad del trabajo y de las transacciones.
El Sr. Prohibidor (no he sido yo quien lo ha llamado así, sino el Sr. Charles Dupin, que desde entonces... pero ahora...), el Sr. Prohibidor consagraba su tiempo y su capital a convertir en hierro el mineral de sus tierras. Como la naturaleza había sido más pródiga con los Belgas, éstos daban su hierro a los Franceses a mejor precio que el Sr. Prohibidor, lo que significa que todos los Franceses, o Francia, podían obtener una cantidad de hierro con menos trabajo, comprándolo a los honestos Flamencos. Guiados por su interés, éstos no se equivocaban, y todos los días veíamos una multitud de ferrateros, herreros, carrocero, mecánicos, herradores y trabajadores ir ellos mismo s, o a través de intermediarios, a abastecerse a Bélgica. Ésto no agradó en absoluto al Sr. Prohibidor. Al principio le vino la idea de parar semejante abuso por sus propios medios. Es lo mínimo que se podía esperar, ya que él era el único que sufría por ello. Cogeré mi carabina, se dijo, me pondré cuatro pistolas al cinto, llenaré mi cartuchera, me ceñiré la espada y así equipado me dirigiré a la frontera. Allí, al primer herrero, ferratero, mecánico o cerrajero que se presente, para hacer bien sus negocios y no los míos, lo mato, para que aprenda a vivir correctamente.
Cuando iba a partir, el Sr. Prohibidor hizo algunas reflexiones que atemperaron su ardor belicoso. Se dijo: no es del todo imposible que los compradores de hierro, mis compatriotas y enemigos, se tomen a mal el asunto, y que en vez de dejarse matar, me maten a mí. Entonces, incluso llevando a todos mis sirvientes, no podremos vigilar todos los sitios de paso. Y encima todo esto me costará enormemente caro, más caro de lo que merece la pena el resultado.
El Sr. Prohibidor iba a resignarse tristemente a no ser más libre que cualquier otro, cuando un rayo de luz vino a iluminar su cerebro. Se acordó que en París hay una gran fábrica de leyes. ¿Qué es una ley? se dijo. Es una medida que, una vez decretada, buena o mala, todo el mundo tiene que cumplir. Para el cumplimiento de ésta, se organiza una fuerza pública, y para constituir dicha fuerza se obtienen de la nación hombres y dinero.
Si consiguiera que saliera de la gran fábrica parisina una mínima ley que dijera: ``El hierro belga queda prohibido,´´ obtendría los resultados siguientes: el gobierno reemplazaría los sirvientes que iba yo a enviar a la frontera por veinte mil de mis herreros, cerrajeros, herradores artesanos, mecánicos y trabajadores recalcitrantes. Después, para mantener en buena disposición el ánimo de esos veinte mil aduaneros, se les distribuirá veinticinco millones de francos tomados a esos mismos herreros, cerrajeros, herradores artesanos, mecánicos y trabajadores. La vigilancia estará mejor realizada; no me costará nada, no seré expuesto a la brutalidad de los anticuarios, venderé el hierro a mi precio, y disfrutaré de la dulce recreación de ver nuestro gran pueblo vergonzosamente engañado. Esto le enseñará a proclamarse sin cese el precursor y el promotor de todo progreso en Europa. ¡Oh! sería más que interesante y merece la pena ser intentado.
Así pues, el Sr. Prohibidor se presentó en la fábrica de leyes. — En otra ocasión contaré la historia de sus sórdidos tejemanejes; hoy no quiero hablar más que de sus más ostensibles iniciativas. — Hizo valer delante de los señores legisladores la siguiente consideración:
``El hierro belga se vende en Francia a diez francos, lo que me fuerza a vender el mío al mismo precio. Me gustaría venderlo a quince y no puedo, por culpa de ese hierro belga que Dios maldiga. Hagan una ley que diga: — El hierro belga no entrará más en Francia. — Inmediatamente yo elevo mi precio a quince francos y he aquí las consecuencias:´´
``Por cada quintal de hierro que yo distribuya al público, en vez de recibir diez francos, serán quince, me enriqueceré más rápidamente, y extenderé mi explotación, ocupando a más obreros. Mis obreros y yo haremos más gastos, para regocijo de nuestros proveedores de todos los lugares de alrededor. Estos, teniendo más salidas, harán más pedidos a la industria, y poco a poco, la actividad se extenderá por todo el país. Esta bienafortunada moneda de cien perras, que ustedes depositarán en mi caja fuerte, como una piedra que cae en un lago, generará un número ilimitado de círculos concéntricos.´´
Encantados con este discurso, encantados de aprender que es tan fácil aumentar legislativamente la riqueza de un pueblo, los fabricantes de leyes votarán la Restricción. ¿Para qué hablamos tanto de trabajo y economía? dicen. ¿Para qué todos estos penosos medios de aumentar la riqueza nacional, si un Decreto es suficiente?
Y en efecto, la ley tuvo todas las consecuencias anunciadas por el Sr. Prohibidor; solo que también tuvo otras, dado que, hagámosle justicia, no había hecho un razonamiento falso, ino un razonamiento incompleto. Reclamando un privilegio, había mostrado los efectos que se ven, dejando en la penumbra los que no se ven. No mostró más que dos personajes, cuando en realidad había tres en la escena. A nosotros corresponde subsanar este olvido involuntario o premeditado.
Sí, el escudo desviado legislativamente hacia la caja fuerte del Sr. Prohibidor, constituye una ventaja para él y para los que esto debe promover el trabajo. — Y si el Decreto hubiera hecho bajar este escudo de la Luna, esos buenos efectos no habrían sido compensados por ningún efecto perverso. Desgraciadamente, no es de la Luna de donde sale esta misteriosa moneda de cien perras, sino del bolsillo de un herrero, ferretero, carretero, herrero, trabajador, constructor, en una palabra, de Juan Buenhombre, que la da hoy, sin recibir ni un miligramo de hierro de más que cuando la pagaba a diez francos. A primera vista, debemos darnos cuenta de que esto cambia bastante la cuestión, ya que, evidentemente, el beneficio del Sr. Prohibidor es compensado por la pérdida de Juan Buenhombre, y todo lo que el Sr. Prohibidor podrá hacer de este escudo para favorecer el trabajo Juan Buenhombre lo habría hecho igualmente. La piedra es lanzada sobre un punto del lago sólo porque ha sido impedida por la legislación de caer en otro.
Entonces, lo que no se ve compensa lo que se ve, y hasta aquí es, por residuo de la operación, una injusticia, y ¡algo deplorable! una injusticia perpetrada por la ley.
Pero no es todo. He dicho que dejábamos siempre oculto un tercer personaje. Es necesario que lo haga aparecer aquí para que nos revele una segunda pérdida de cinco francos. Así tendremos el resultado de la evolución completa.
Juan Buenhombre posee 15 Fr., fruto de su sudor. En este momento aún es libre. ¿Que hace de esos 15 Fr.? Se compra un artículo de moda por 10 Fr. y es con este artículo con el que paga (o que el intermediario paga por él) el quintal de hierro belga. Le quedan aún a Juan Buenhombre 5 Fr. No los tira al río, sino que (y esto es lo que no se ve) los da a un industrial a cambio de un disfrute, por ejemplo a un librero a cambio del Discurso sobre le Historia Universal de Bousset.
Así, en lo que concierne al trabajo nacional, éste es promovido en la medida de 15 Fr., a saber:
10 Fr. que van al artículo parisino; 5 Fr. Que van al librero.
Y en cuanto a Juan Buenhombre, obtiene por sus 15 Fr. dos objetos de satisfacción, a saber:
1º, un quintal de hierro; 2º, un libro.
El decreto se promulga.
¿Qué le ocurre a la situación de Juan Buenhombre? ¿Qué le sucede a la del trabajo nacional?
Cuando Juan Buenhombre da los 15 Fr., hasta el último céntimo, a cambio de un quintal de hierro, no obtiene más disfrute que el quintal de hierro. Pierde el beneficio de un libro o de un objeto equivalente. Pierde 5 francos. Estaremos de acuerdo; es imposible no estarlo; no se puede discutir que, cuando la restricción aumenta el precio de las cosas, el consumidor pierde la diferencia.
Pero, se dice, el trabajo nacional ha ganado.
No, no ha ganado; ya que, desde el decreto, no ha sido favorecido más que por 15 Fr, tanto como antes del mismo.
Solo que, desde el decreto, los 15 Fr. de Juan Buenhombre van a la metalurgia, mientras que antes se repartían entre el artículo de moda y el librero.
La violencia que ejerce el Sr. Prohibidor él mismo en la frontera o la que él hace ejercer por la ley pueden ser juzgadas de manera bien diferente, desde el punto de vista moral. Hay gente que piensa que la expoliación pierde toda su inmoralidad siempre que ésta sea legal. En cuanto a mí, no podría imaginar una circunstancia más agravante. De todas formas, lo que es cierto, es que los resultados económicos son los mismos.
Tómenlo como quieran, pero miren con atención y verán que no sale nada bueno de la expoliación legal o ilegal. No negamos que algo bueno no salga para la industria del Sr. Prohibidor, o si se quiere para el trabajo nacional, un beneficio de 5 Fr. Pero nosotros afirmamos que se obtienen también pérdidas, primero para Juan Buenhombre, que paga 15 Fr. por lo que le habría costado 10; y también para el trabajo nacional que no recibe la diferencia. Escojan una de las dos pérdidas con la que se darán el gusto de compensar el beneficio que reconocemos. La otra no será menos una pérdida inútil.
Moraleja: Violentar no es producir, es destruir. ¡Oh!, si violentar fuera producir, nuestra Francia sería mucho más rica de lo que lo es.
``¡Malditas sean las máquinas! Cada año su potencia progresiva lleva a la pauperización de millones de obreros quitándoles el trabajo, con el trabajo el salario, con el salario ¡el Pan! ¡Maldición pese sobre ellas!´´
He aquí el grito que se eleva desde el prejuicio vulgar y del cual el eco resuena en los periódicos.
Pero maldecir las máquinas es ¡maldecir el espíritu humano!
Lo que me confunde, es que se pueda encontrar un hombre que se sienta a gusto en semejante doctrina [8].
Ya que al final, si es cierta, ¿cuál es la rigurosa consecuencia? Que no hay actividad, ni bienestar, ni riquezas, ni felicidad posibles más que para los pueblos estúpidos, golpeados por el inmovilismo mental, a quienes Dios no ha dado el don funesto de pensar, de observar, de combinar, de inventar, de obtener los más grandes resultados con los mínimos esfuerzos. Al contrario, los harapos, las chozas innobles, la pobreza, la inanición es la inevitable recompensa de toda nación que busca y encuentra en el hierro, el fuego, el viento, la electricidad, el magnetismo, las leyes de la química y la mecánica, en una palabra en las fuerzas de la naturaleza, un suplemento de sus propias fuerzas, y es ésta buena ocasión de decir con Rousseau: ``Todo hombre que piensa es un animal depravado.´´
Pero no es todo: si esta doctrina es cierta, como todos los hombres piensan e inventan, como todos, de hecho, desde el primero hasta el último, y en cada minuto de su existencia, intentar hacer cooperar las fuerza naturales, hacer más con menos, reducir su mano de obra o la que pagan, conseguir la mayor suma posible de satisfacciones con el mínimo de trabajo, hay que concluir que la humanidad en su totalidad está llevada a su decadencia, precisamente por esta aspiración inteligente hacia el progreso que atormenta cada uno de sus miembros.
Además debe ser constatado por la estadística que los habitantes de Lancastre, huyendo de esta patria de máquinas, van a buscar trabajo en Irlanda, donde no se conocen, y, por la historia, que la barbarie ensombrece las épocas de civilización, y que la civilización brilla en los tiempos de ignorancia y de barbarie.
Evidentemente, hay, en este amasijo de contradicciones, algo que choca y nos advierte de que el problema oculta un elemento de solución que no ha sido suficientemente aclarado.
He aquí todo el misterio: tras lo que se ve habita lo que no se ve. Voy a intentar sacarlo a la luz. Mi demostración no podrá ser sino una repetición de la precedente, ya que se trata de un problema idéntico.
Es una inclinación natural de los hombres el ir, si no les impide mediante la violencia, hacia el buen negocio, — es decir, hacia lo que, para la misma satisfacción, ahorra trabajo, — que este buen negocio les viene de un hábil Productor extranjero o de un hábil Productor mecánico. La objeción teórica que se dirige a esta inclinación es la misma en los dos casos. Tanto en uno como en el otro, se le reprocha el trabajo que en apariencia golpea de muerte. Mas, el trabajo realizado no inerte, sino disponible, es precisamente lo que la determina.
Y es esto por lo que se le opone también, en los dos casos, el mismo obstáculo práctico, la violencia. El legislador prohibe la competencia extranjera y la competencia mecánica. — Ya que, ¿que otra manera puede existir de impedir una tendencia natural de los hombres sino robarles la libertad?
En muchos países, cierto es, el legislador no golpea más que una de las dos competencias y se limita a lamentarse de la otra. Esto no prueba más que una cosa, y es que, en este país, el legislador es inconsecuente.
Esto no debe sorprendernos. En una falsa vía siempre se es inconsecuente, si no, se mataría a la humanidad. Nunca se ha visto ni se verá un principio falso llevado hasta sus últimas consecuencias. Digo por otra parte: La inconsecuencia es el límite de lo absurdo. Y podría haber añadido: ella es al mismo tiempo la prueba.
Volvamos a la demostración; no será larga.
Juan Buenhombre tenía dos francos que hacía ganar a dos obreros.
Pero he aquí que se imagina un mecanismo de cuerdas y pesas que reduce el trabajo a la mitad. Así que obtiene la misma satisfacción, se ahorra un franco y despide a un obrero.
Despide a un obrero; esto es lo que se ve.
Y, no viendo más que esto, se dice: ``Ved aquí como la miseria surge de la civilización, ved como la libertad es fatal para la igualdad. El espíritu humano ha realizado una conquista, e inmediatamente un obrero cae para siempre en el abismo de la pobreza. Puede sin embargo que Juan Buenhombre continúe a hacer trabajar los dos obreros, pero no les dará más que diez perras a cada uno, ya que se harán la competencia entre ellos y se ofrecerán a la rebaja. Así es como los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Hay que rehacer la sociedad.´´
¡Bella conclusión, y digna del exordio!
Felizmente, exordio y conclusión, son los dos falsos, porque, detrás de la mitad del fenómeno que vemos, hay otra mitad que no vemos.
No se ve el franco ahorrado por Juan Buenhombre y los efectos necesarios de este ahorro.
Dado que, debido a su invención, Juan Buenhombre no gasta más que un franco en mano de obra, tras la obtención de una satisfacción determinada, le queda otro franco.
Si existe en el mundo un obrero que ofrezca sus brazos desocupados, hay en este mundo también un capitalista que ofrece su franco ocioso. Estos dos elementos se encuentran y se combinan.
Y es claro como el día que entre la oferta y la demanda de trabajo, entre la oferta y la demanda de salario, la relación no ha cambiado en absoluto.
La invención y un obrero, pagado con el primer franco, hacen ahora la obra que realizaban antes dos obreros.
El segundo obrero, pagado con el segundo franco, realiza una obra nueva.
¿Qué ha cambiado entonces en el mundo? Hay una satisfacción nacional más, en otros términos, la invención es una conquista gratuita, un beneficio gratuito para la humanidad.
De la forma que he dado a mi demostración, podrá extraerse esta consecuencia:
``Es el capitalista el que recoge todo el fruto de las máquinas. La clase asalariada, si bien no las sufre que momentáneamente, no las aprovecha nunca, dado que, según usted mismo, ellas desplazan una porción del trabajo nacional sin disminuirlo, cierto, pero sin aumentarlo tampoco.´´
No entra en el plan de este opúsculo el resolver todas las objeciones. Su único objetivo es combatir un prejuicio vulgar, muy peligroso y muy extendido. Yo quería probar que una máquina nueva no pone ociosos un cierto número de brazos más que poniendo también, forzosamente, disponibles la remuneración que les paga. Estos brazos y esta remuneración pueden producir lo que era imposible antes de la invención; de donde se sigue que da por resultado definitivo un aumento de la satisfacción con el mismo trabajo.
¿Quién recoge este excedente de satisfacción?
¿Quién? primero el capitalista, el inventor, el primero que se sirve con éxito de la máquina, y esa es la recompensa de su genio y de su audacia. En ese caso, como acabamos de ver, realiza un ahorro en los gastos de producción, el cual, de cualquier manera que sea gastado (y siempre lo es), ocupa tantos brazos como la máquina ha hecho despedir.
Pero enseguida la competencia le fuerza a bajar el precio de venta en la medida de este mismo ahorro. Y entonces ya no es el inventor el que recibe el beneficio de la invención; es el comprador del producto, el consumidor, el público, incluidos los obreros, en una palabra, es la humanidad.
Y lo que no se ve, es que el Ahorro, así procurado a todos los consumidores, forma un fondo de donde el salario extrae alimento, que reemplaza el que la máquina ha agotado.
Así, retomando el ejemplo de antes, Juan Buenhombre obtiene un producto gastando dos francos de salario. Gracias a su invención, la mano de obra no le cuesta más que un franco.
Mientras venda el producto al mismo precio, hay un obrero ocupado de menos haciendo este producto específico, que es lo que se ve, pero hay un obrero más ocupado por el franco que Juan Buenhombre ha ahorrado: es lo que no se ve.
Cuando, por la marcha natural de las cosas, Juan Buenhombre es obligado a bajar de un franco el precio del producto, entonces deja de realizar un ahorro; entonces no dispone de un franco para encargar al trabajo nacional una nueva producción. Pero, en este aspecto, el que lo ha adquirido se pone en su lugar, y éste, es la humanidad. Quienquiera que compre el producto paga un franco menos, ahorra un franco, y pone necesariamente este ahorro al servicio del fondo de salarios: esto es lo que sigue sin verse.
Se ha dado, a este problema de máquinas, otra solución, fundada sobre los hechos.
Se ha dicho: La máquina reduce los gastos de producción, y hace bajar el precio del producto. La rebaja del producto produce un aumento del consumo, la cual requiere de un aumento de la producción, y en definitiva, la intervención de otros tantos obreros o más, que los que hacían falta antes. Citamos, apoyándolo, la imprenta, la fábrica de hilado, la prensa, etc.
Esta demostración no es científica.
Habría que concluir que, si el consumo de un producto específico del que se trate permanece estacionario o casi, la máquina perjudicaría el trabajo. — Lo que no es así.
Supongamos que en un país todos lo hombres llevan sombrero. Si, mediante una máquina, se redujera el precio a la mitad, no se sigue necesariamente que se consumirá el doble de ellos.
¿Se dirá, en ese caso, que una porción del trabajo nacional ha sido eliminado? Si, según la demostración popular. No, según la mía; ya que, aunque en ese país no se comprara un sólo sombrero de más, el fondo entero de salarios no quedaría menos a salvo; lo que iría de menos a la industria sombrerera se encontraría en el Ahorro realizado por todos los consumidores, e iría de ahí a pagar todo el trabajo que la máquina ha inutilizado, provocando un desarrollo nuevo de todas las industrias.
Y es así como suceden las cosas. He visto los periódicos a 80 Fr., y ahora están 48. Es un ahorro de 32 fr. para los abonados. No es seguro, al menos, no es necesario que los 32 Fr. continúen yendo a la industria periodística; pero lo que es seguro, lo que es necesario, es que, si no llevan esa dirección, tomarán otra. Uno lo utiliza para recibir más periódicos, otro para alimentarse mejor, un tercero para vestirse mejor, un cuarto para amueblar mejor su casa.
Así, las industrias son solidarias. Forman un vasto conjunto donde todas sus partes se comunican por canales secretos. Lo que se ahorra en una aprovecha a todas las demás. Lo que importa, es bien comprender que nunca, nunca jamás, los ahorros tienen lugar a costa del trabajo y los salarios.
Desde siempre, pero sobretodo en los últimos años, se ha buscado universalizar la riqueza universalizando el crédito.
No creo exagerar diciendo que, desde la revolución de Febrero, las imprentas parisinas han vomitado más de diez mil panfletos preconizando esta solución al Problema social.
Esta solución, tiene por base una mera ilusión óptica, si se puede decir que una ilusión sea una base.
Se comienza confundiendo el valor monetario con los productos, después se confunde el papel moneda con el valor monetario, y de estas dos confusiones se pretende extraer una realidad.
Hay que, en esta cuestión, completamente olvidar el dinero, la moneda, los billetes y los otros instrumentos o medios por los que los productos pasan de mano en mano, para no ver más que los productos mismos, que son la verdadera materia de préstamo.
Ya que cuando un labrador pide prestados cincuenta francos para comprar un carro, no son en realidad cincuenta francos lo que se le presta, sino el carro mismo.
Y cuando un mercader toma prestados veinte mil francos para comprar una casa, no son veinte mil francos lo que debe, sino la casa.
El dinero no aparece en escena más que para facilitar un acuerdo entre diversas partes.
Pedro puede no estar dispuesto a prestar su carro y Juan puede estarlo a prestar su dinero. ¿Qué hace Guillermo entonces? Toma prestado a Juan el dinero, y con este dinero, compra el carro a Pedro.
Pero, en realidad, nadie toma prestado dinero por el dinero mismo. Se toma un préstamo para conseguir productos.
Mas, en ningún país, no pueden pasarse de una mano a otra más productos de los que hay.
Cualquiera que sea la suma de valor monetario y de papel que circule, el conjunto de tomadores de préstamos no pueden recibir más carros, casas, útiles, aprovisionamientos, materias primas, que el conjunto de prestadores pueden proveer.
Ya que metámonos bien en la cabeza que todo tomador de un préstamo supone alguien que presta, y que toda toma implica un préstamo. Aclarado esto, ¿qué bien pueden hacer las instituciones de crédito? Facilitar, entre los tomadores y los que prestan, el medio de encontrarse y entenderse. Pero, lo que no pueden hacer, es aumentar instantáneamente la masa de objetos prestados y tomados en préstamo.
Ésto se necesitará sin embargo para que el objetivo de los Reformadores se alcance, ya que aspiran a nada menos que a poner carros, casas, útiles, provisiones, materias primas entre las manos de todos los que lo deseen.
Y para ello, ¿qué imaginan?
Dar al préstamo la garantía del Estado.
Profundicemos en la materia, ya que hay algo que se ve, y algo que no se ve. Intentemos ver estas dos cosas.
Supongamos que no hay más que un carro en le mundo y que dos labradores pretenden obtenerlo.
Pedro es poseedor del único carro disponible en Francia. Juan y Santiago desean pedirlo prestado. Juan, por su probidad, sus propiedades, por su buena reputación, ofrece garantías. Se cree en él; tiene crédito. Santiago no inspira confianza o inspira menos. Naturalmente, lo que sucede es que Pedro presta su carro a Juan.
Pero he aquí que, bajo la inspiración socialista, el Estado interviene y dice a Pedro: preste su carro a Santiago, os garantizo el reembolso, y esta garantía vale más que la de Juan, ya que no hay más que él para responder por él mismo, y yo, no tengo nada, cierto, pero dispongo de la fortuna de todos los contribuyentes; con sus dineros os pagaré a medida el préstamo y el interés.
En consecuencia, Pedro presta su carro a Santiago: es lo que se ve.
Y los socialistas se frotan las manos, diciendo: Vean como nuestro plan ha funcionado. Gracias a la intervención del Estado, el pobre Santiago tiene un carro. Ya no estará obligado a layar la tierra; hele aquí en el camino hacia la fortuna. Es un bien para él y un beneficio para la nación tomada en masa.
¡Pues no! señores, no es un beneficio para la nación, ya que he aquí lo que no se ve.
No vemos que el carro ha sido para Santiago sólo porque no lo ha sido para Juan.
No vemos que, si Santiago labra en lugar de layar, Juan será forzado a layar en lugar de labrar.
Que, en consecuencia, lo que se consideraba como un incremento del préstamo no es más que un desplazamiento del mismo.
Además, no se ve que este desplazamiento implica dos profundas injusticias.
Injusticia para con Juan, quien, tras haber merecido y conquistado el crédito por su probidad y su actividad se ve desprovisto de él.
Injusticia para con los contribuyentes, expuestos a pagar una deuda que nada tiene que ver con ellos.
¿Se dirá que el gobierno ofrece a Juan las mismas facilidades que a Santiago? Pero como no hay más que un carro disponible, no se pueden prestar dos. El argumento siempre vuelve al hecho de que, gracias a la intervención del Estado, se concederán más préstamos de los que se pueden dar, ya que aquí el carro representa la masa de los capitales disponibles.
He reducido, cierto es, la operación a su expresión más simple; pero, prueben con la misma lógica las instituciones gubernamentales de crédito más complejas, se convencerán de que no pueden tener más resultado que éste: desplazar el crédito, no aumentarlo. En un país y tiempo dados, no hay más que una cierta suma de capitales disponibles y todos se utilizan. Garantizando a los insolventes, el Estado puede en efecto aumentar el número de los tomadores de crédito, hacer aumentar el interés (siempre perjudicial para el contribuyente), pero, lo que no puede hacer, es aumentar el número de los que prestan y el total de lo prestado.
Que no se me impute, sin embargo, una conclusión de la que Dios me libre. Yo digo que la Ley no debe favorecer artificialmente las peticiones de préstamos; pero tampoco que deba dificultarlas artificialmente. Si hubiera, en nuestro régimen hipotecario o en otros, obstáculos a la difusión y a la aplicación del crédito, que se hagan desaparecer; nada mejor, nada más justo. Pero eso es, con la libertad, todo lo que deben pedir a la Ley los Reformadores dignos de ese nombre.
Pero he aquí cuatro oradores que se disputan la tribuna. Hablan primero todos a la vez, luego uno tras otro. ¿Qué han dicho? cosas seguramente muy bellas sobre el poderío y la grandeza de Francia, sobre la necesidad de sembrar para cosechar, sobre el brillante futuro de nuestra gigantesca colonia, sobre la ventaja de enviar lejos el exceso de nuestra población, etc., etc.; magníficas muestras de elocuencia, siempre ornamentadas de esta perorata:
``Voten cincuenta millones (más o menos) para hacer en Argelia puertos y carreteras, para llevar colonos, para construir casas, cultivar los campos. Así aliviarán al trabajador francés, favorecerán el trabajo africano, y harán fructificar el comercio marsellés. Todo son beneficios.´´
Sí, es cierto, si no consideramos los cincuenta millones más que a partir del momento en que el Estado los gasta, si miramos a dónde van, no de dónde vienen; si sólo tenemos en cuenta el bien que harán saliendo del cofre de los recaudadores y no el mal que han producido, no más que el bien que se ha impedido, haciéndoles entrar ahí; sí, desde ese limitado punto de vista, todo son beneficios. La casa construida en Barbaría, es lo que se ve, el puerto construido en Barbaría, es lo que se ve, el trabajo provocado en Barbaría, es lo que se ve, algunos brazos de menos en Francia, es lo que se ve, un gran movimiento de mercancías en Marsella, sigue siendo lo que se ve.
Pero hay algo que no se ve. Son los cincuenta millones gastados por el Estado no pudiendo serlo, como lo habrían sido, por el contribuyente. De todo el bien atribuido al gasto público ejecutado, hay que deducir todo el mal del gasto privado así impedido; — a menos que se vaya hasta decir que Juan Buenhombre no habría hecho nada con las monedas de cien perras que había ganado y que el impuesto le ha arrebatado; aserción absurda, ya que si se ha tomado la molestia de ganarlas, es que esperaba darse la satisfacción de servirse de ellas. Habría hecho elevar la cerca de su jardín y no podrá, esto es lo que no se ve. Habría añadido un piso a su choza y no podrá, esto es lo que no se ve. Habría hecho abonar ) su campo y no lo hará, esto es lo que no se ve. Habría aumentado sus aperos y ya no podrá, esto no se ve. Estaría mejor vestido, mejor alimentado, podría hacer instruir mejor a sus hijos, habría mejorado la dote de su hija y no podrá, esto es lo que no se ve. Se habría metido en la asociación de socorro mutuo y no lo hará, esto no se ve. Por una parte, los disfrutes que se le escamotean, y los medios para actuar que se han destruido en sus manos, por otra; el trabajo del obrero, del carpintero, del herrero, del sastre, del maestro de escuela de su pueblo, que él habría favorecido y se encuentra empobrecido, esto es lo que se sigue sin ver.
Se cuenta mucho con la futura prosperidad de Argelia; sea. Pero que cuente algo también el marasmo con el que, mientras tanto, se golpea a Francia. Se me muestra el comercio marsellés; pero si se hace con el producto de los impuestos, yo mostraré un comercio disminuido igual en el resto del país. Se dice: ``He aquí un colono transportado a Barbaría; es un alivio para la población que se queda en el país.´´ Yo respondo: ¿Cómo puede ser esto, si llevando al colono a Argel, se ha transportado con él el dos o tres veces el capital que le habría permitido vivir en Francia[9]?
El único objetivo que pretendo, es hacer comprender al lector que, en todo gasto público, tras el bien aparente, hay un mal más difícil de discernir. Como la tengo yo ya, querría hacerle tomar la costumbre de ver el uno y el otro y tener en cuenta los dos.
Cuando un gasto público es propuesto, hay que examinarlo en sí mismo, abstracción hecha del pretendido beneficio que de él resulta para el trabajo, ya que no es más que una quimera. Lo que hace al respecto el gasto público, el gasto privado lo habría hecho igualmente. Así que el interés del trabajo no puede ser la causa.
No entra en el objeto de este escrito apreciar el mérito intrínseco del gasto público en lo referente a Argelia.
Pero no puedo retener una observación general. Y es que la presunción es siempre desfavorable a los gastos colectivos mediante impuestos. ¿Por qué? Por lo siguiente:
Para empezar la justicia siempre sufre algo por esto. Dado que Juan Buenhombre ha sudado para ganar su moneda de cien perras, en vista de una satisfacción, es por lo menos molesto que el fisco intervenga para quitar a Juan Buenhombre esta satisfacción y conferirla a otro. Cierto, corresponden al fisco o a los que lo hacen actuar dar buenas razones. Hemos visto que el Estado da una detestable cuando dice: con estas cien perras, haré trabajar obreros, ya que Juan Buenhombre (a no ser que tenga cataratas) no dejará de responder: ``¡Caramba! con esas cien perras, ¡yo mismo los haré trabajar!´´
Puesta a parte esta razón, las otras se desnudan completamente, y el debate entre el fisco y el pobre Juan se encuentra enormemente simplificado. Que el Estado le diga: Te tomo cien perras para pagar al gendarme que te dispensa de ocuparte tú mismo de tu seguridad; — para pavimentar la calle que atraviesas todos los días; — para pagar el sueldo al magistrado que hace respetar la propiedad y la libertad; — para alimentar al soldado que defiende nuestras fronteras, Juan Buenhombre pagará sin decir una sola palabra, o mucho me equivoco. Pero si el estado le dice: Te tomo estas cien perras para darte una perra de prima, en el caso de que hubieras cultivado bien tu campo; — o por enseñar a tu hijo lo que tú no quieres que aprenda; — o para que el Sr. Ministro añada un centésimo primer plato a su cena; — yo te los tomo para construir una choza en Argelia, si no, te tomo cien perras más cada año para mantener allá al colono; y otras cien perras para mantener un general que rija al soldado, etc., etc., me parece oír al pobre Juan gritar: ``¡Este régimen legal se asemeja bastante al del bosque de Bondy [10]!´´ Y como el Estado preve la objeción, ¿qué hace? Emborronar todo; hace aparecer precisamente esta razón detestable que no debería tener influencia en la cuestión; habla del efecto de cien perras sobre el trabajo, muestra al cocinero y al proveedor del ministro; muestra al colono, al soldado, al general, viviendo de los cinco francos; en fin, muestra lo que se ve, y mientras Juan Buenhombre no haya aprendido a apreciar también lo que no se ve, Juan Buenhombre será engañado. Esto es por lo que me esfuerzo de enseñárselo a base de repeticiones.
De que el gasto público desplace el trabajo sin aumentarlo, resulta contra el primero una segunda y grave presunción. Desplazar el trabajo, es desplazar a los trabajadores, es perturbar las leyes naturales que presiden la distribución de la población en el territorio. Cuando 50 millones son dejados a los contribuyentes, como están por todas partes, alimentan el trabajo en las cuarenta mil comunas de Francia; actúan en el sentido de un lazo que une a cada uno a su tierra natal; se reparten entre todos los trabajadores posibles y todas las industrias imaginables. Mas si el Estado, quitando 50 millones a los ciudadanos, los acumula y gasta en un punto dado, atrae sobre este punto una cantidad proporcional de trabajo desplazado, un número correspondiente de trabajadores desarraigados, población flotante, desclasada, y osaría decir peligrosa cuando el dinero se termina! — Pero ocurre esto (y por aquí entro en mi tema): esta actividad febril, y por así decir inducida en un estrecho espacio está a la vista de todos, es lo que se ve, el pueblo aplaude, se maravilla de la belleza y de la facilidad del procedimiento, y reclama su renuevo y extensión. Lo que no se ve, es que una cantidad igual de trabajo, probablemente más juicioso, ha sido eliminado del resto de Francia.
No es solo en materia de gasto público que lo que se ve eclipsa lo que no se ve. Dejando en la penumbra la mitad de la economía política, este fenómeno induce una falsa moral. Lleva a las naciones a considerar como antagonistas sus intereses morales y sus intereses materiales. ¡Qué podría ser más descorazonador y más triste! Vean:
No hay padre de familia que no se tome como deber el enseñar a sus hijos el orden, el acuerdo, el espíritu de la conversación, la economía, la moderación en el gasto. No hay religión que no truene contra el fasto y el lujo. Está muy bien; pero, por otra parte, qué más popular que estas frases:
``Atesorar, es secar las venas del pueblo.´´ ``El lujo de los grandes hace la comodidad de los pequeños.´´ ``Los pródigos se arruinan, pero enriquecen al Estado.´´ ``Es sobre lo superfluo del rico que germina el pan del pobre.´´
He aquí, en efecto, entre la idea moral y la idea social, una flagrante contradicción. ¡Que los espíritus eminentes, tras constatar el conflicto, descansen en paz! Esto es lo que nunca he podido comprender; ya que me parece que no hay nada que podamos sentir más doloroso que ver dos tendencias opuestas en la humanidad. ¡Cómo! ¡llega ella a la degradación tanto por una como por otra vía! ¡Ahorradora, ella cae en la miseria; pródiga, se corrompe en la decadencia moral!
Felizmente las máximas populares muestran engañosamente el Ahorro y el Lujo, no teniendo en cuenta más que las consecuencias inmediatas que se ven, y no los efectos ulteriores que no se ven. Intentemos rectificar esta visión incompleta.
Don Minervo y su hermano Don Arístides, habiéndose repartido la herencia paterna, tienen cada uno cincuenta mil francos de renta. Don Minervo practica la filantropía a la moda. Es lo que se llama un verdugo de dinero. Renueva su mobiliario varias veces al año, cambia sus equipajes cada mes; se cuenta los ingeniosos procedimientos a los que recurre para gastarlo antes: en resumen, hace palidecer a los vividores de Balzac y Alejandro Dumas.
¡Además, hay que oír el concierto de elogios que le rodea siempre! ``¡Háblenos de Don Minervo! ¡Viva Don Minervo! Es el benefactor del obrero; es la providencia del pueblo. En realidad, se sumerge en la orgía, contagia a los pasantes; su dignidad y la de la humanidad sufren un poco por ello. Pero, bah, si no se muestra útil por sí mismo, es útil por su fortuna. Hace circular el dinero: en su corte nunca faltan proveedores que siempre se retiran satisfechos. ¿No se dice que si el oro es redondo, es porque rueda?´´
Don Arístides ha adoptado un tren de vida muy diferente. Si bien no es un egoísta, es por lo menos un individualista, ya que controla sus gastos, no busca más que disfrutes moderados y razonables, piensa en el futuro de sus hijos, y, digámoslo, ahorra.
¡Y hay que oír lo que de él dice el populacho!
``¿Para qué sirve este mal rico, este avaro? Sin duda, hay algo de imponente y sensible en la simplicidad de su vida; es por lo demás humano, bienhechor, generoso, pero calcula. No se come todos sus ingresos. Su mansión no está sin cesar resplandeciente y agitada. ¿Qué reconocimiento se gana entre los tejedores, los carroceros, los chalanes y los pasteleros?´´
Estos juicios, funestos para la moral, son fundados sobre el hecho de que hay algo que salta a la vista: el gasto del pródigo; y hay algo que no: el gasto igual e incluso superior del ahorrador.
Pero las cosas han sido tan admirablemente puestas por el divino inventor del orden social, que en esto, como en todo, la Economía política y la Moral, lejos de agredirse, concuerdan, y que la sabiduría de Don Arístides es, no solamente más digna, sino incluso más beneficiosa que la locura de Don Minervo.
Y cuando digo más beneficiosa, no quiero decir sólo para Don Arístides, o incluso para la sociedad en general, sino más beneficiosa para los obreros actuales, para la industria del día.
Para probarlo, basta poner bajo la mirada del espíritu las consecuencias ocultas de las acciones humanas que el ojo no ve.
Sí, la prodigalidad de Don Minervo tiene efectos visibles para cualquiera: cada cual puede ver sus berlinas, sus coches, sus carros de paseo, las maravillosas pinturas de sus techos, sus ricas alfombras, el brillo de su mansión. Todo el mundo sabe que sus pura sangres corren en el hipódromo. Las cenas que organiza en el hôtel de Paris paran la muchedumbre sobre el bulevar, y se dicen: he aquí un hombre bravo, quien, lejos de reservarse nada de sus ingresos, merma probablemente su capital. — Esto es lo que se ve.
No es tan fácil ver, desde el punto de vista del interés de los trabajadores lo que ocurre a los ingresos de Don Arístides. Sigamos la pista, sin embargo, y nos aseguraremos de que todos, hasta el último óbolo, hacen trabajar obreros, tan ciertamente como los de Don Minervo. No hay más que esta diferencia: El gasto loco de Don Minervo está condenado a decrecer sin cese y encontrar necesariamente un final; el sabio gasto de Don Arístides irá aumentando de año en año.
Y así es como, en efecto, el interés público se pone de acuerdo con la moral.
Don Arístides gasta, para sí y su casa, veinte mil francos al año. Si esto no bastara para su felicidad, no merecería el nombre de sabio. — Es receptivo a los males que pesan sobre las clases pobres; se cree, en conciencia, obligado a aportar un cierto alivio y consagra diez mil francos a actos de beneficencia. — Entre los negociantes, los fabricantes, los agricultores, hay amigos momentáneamente en problemas. Se informa de su situación, con el fin de ayudarles con prudencia y eficacia, y destina a esta obra otros diez mil francos. — Finalmente, no se olvida de que hay hijas a las que dotar, hijos a los que hay que asegurar un porvenir, y, en consecuencia, se impone ahorrar y poner a plazo diez mil francos cada año.
Éste es pues el empleo de sus ingresos:
1° | Gastos personales | 20 000 | Fr. |
2° | Beneficencia | 10 000 | Fr. |
3° | Servicios a amigos | 10 000 | Fr. |
4° | Ahorro | 10 000 | Fr. |
Retomemos cada uno de los capítulos, y veremos que ni un solo óbolo escapa al trabajo nacional.
1º Gastos personales. Éstos, en cuanto a obreros y proveedores, tienen efectos absolutamente idénticos al mismo gasto hecho por Don Minervo. Esto es evidente en sí mismo, no hablemos más de ello.
2º Beneficencia. Los diez mil francos consagrados a esta finalidad van también a alimentar la industria; llegan al panadero, al carnicero, al vendedor de trajes y de muebles. Sólo el pan, la carne, los vestidos no sirven directamente a Don Arístides, sino a los que le han sustituido. Pero esta simple substitución de un consumidor por otro no afecta en nada a la industria en general. Que Don Arístides gaste cien perras o que le ruegue a un desdichado de gastarlas en su lugar, es lo mismo.
3º Servicios a amigos. El amigo al que Don Arístides presta o da diez mil francos no los recibe para enterrarlos; esto repugna como hipótesis. Se sirve para pagar mercancías o deudas. En el primer caso, la industria es favorecida. ¿Se osará decir que habría ganado más comprando Don Minervo un pura sangre de diez mil francos que comprando Don Arístides o su amigo diez mil francos de tela? Si la suma se destina a pagar una deuda, todo lo que resulta, es que aparece un tercer personaje, el acreedor, que percibirá los diez mil francos, pero que seguro los empleará en algo en su comercio, su fábrica o su explotación. Es un intermediario más entre Don Arístides y los obreros. Los nombres propios cambian, pero el gasto persiste y el impulso a la industria también.
4º Ahorro.
Quedan los diez mil francos ahorrados; — y es aquí donde desde el punto de vista del impulso a las artes, la industria, el trabajo, los obreros, Don Minervo parece muy superior a Don Arístides, aunque, en la comparación moral, Don Arístides se muestre un poco por encima de Don Minervo.
Nunca sin malestar físico, que va hasta el sufrimiento, veo yo aparecer tales contradicciones entre las leyes de la naturaleza. Si la humanidad se viera forzada a optar entre dos posibilidades, de las cuales una hiere sus intereses y la otra su conciencia, no nos queda sino desesperarnos por su destino. Felizmente, esto no es as [11]. — Y, para ver a Don Arístides retomar su superioridad económica, tanto como su superioridad moral, basta comprender este axioma consolador, que no es menos cierto por tener una fisonomía paradójica: Ahorrar, es gastar.
¿Cuál es el objetivo de Don Arístides, al ahorrar diez mil francos? ¿Es acaso enterrar diez mil monedas de cien perras en un escondite de su jardín? Pues no, busca aumentar su capital y sus ingresos. En consecuencia, su dinero lo emplea en comprar tierras, una casa, rentas del Estado, acciones industriales, o bien lo deposita en un negocio o un banco. Sigan los escudos en todas sus hipótesis, y se convencerán de que, por intermediación de vendedores o por préstamos, van a alimentar el trabajo tan seguro como si Don Arístides, siguiendo el ejemplo de su hermano, los hubiera cambiado por muebles, joyas o caballos.
Ya que, cuando Don Arístides compra por 10,000 Fr. tierras o renta, está determinado por la consideración de que no tiene necesidad de gastar esta suma, ya que es ésto lo que le echan en cara.
Pero, por la misma, el que le vende la tierra o la renta está determinado por la consideración de que el sí necesita gastar los diez mil francos de una manera dada.
De manera que el gasto se hace, en cualquier caso, o por Don Arístides o por los que le substituyen.
Desde el punto de vista de la clase obrera, del impulso al trabajo, no hay pues, entre la conducta de Don Arístides y la de Don Minervo, más que una diferencia; el gasto de Don Minervo es realizado directamente por él, y a su alrededor, se ve; el gasto de Don Arístides se ejecuta en parte por medio de intermediarios y de lejos, no se ve. Pero, de hecho, para el que sabe unir los efectos y las causas, el gasto que no se ve es tan cierto como el que no. Lo que lo prueba, es que en los dos casos los escudos circulan, y que no queda más en la caja fuerte del sabio que en la del derrochador.
Es por tanto falso decir que el Ahorro es un daño real a la industria. Desde esta perspectiva, es tan beneficioso como el Lujo.
Pero cuan superior es, si el pensamiento, en lugar de encerrarse en la hora que sigue, abarca un largo periodo.
Diez años han pasado. ¿Qué ha sido de Don Minervo y su fortuna, y de su gran popularidad? Todo se ha evaporado, Don Minervo está arruinado; lejos de aportar sesenta mil francos todos los años al cuerpo social, está quizás a su cargo. En todo caso, ya no hace la felicidad de sus proveedores, ya no cuenta como promotor de las artes y la industria, ya no sirve para nada a los obreros, no más que su prole, que deja desamparada.
Al cabo de los mismo diez años, no solamente Don Arístides a continuado poniendo sus ingresos en circulación, sino que aporta ingresos crecientes de año en año. Aumenta el capital nacional, es decir el fondo que alimenta los salarios, y como es de la importancia de dicho fondo del que depende la demanda de brazos, contribuye a aumentar progresivamente la remuneración de la clase obrera. Cuando muera, quedan sus hijos que él ha preparado para reemplazarle en su obra de progreso y de civilización.
En el plano moral, la Superioridad del Ahorro sobre el Lujo es incontestable. Es consolador pensar que es lo mismo, en el plano económico, para cualquiera que, sin detenerse en los efectos inmediatos de los fenómenos, sabe llevar sus investigaciones hasta sus efectos definitivos.
XII. Derecho al trabajo, derecho al beneficio.
``Hermanos, cotizad para proveerme de obreros a vuestro precio.´´ Es el Derecho al trabajo, el Socialismo elemental o de primer grado.
``Hermanos, cotizad para proveerme de obreros a mi precio.´´ Es el derecho al beneficio, el Socialismo refinado o de segundo grado.
El uno y el otro viven gracias a los efectos que se ven. Los dos morirán por los efectos que no se ven.
Lo que se ve, es el trabajo y el beneficio estimulados por la cotización social. Lo que no se ve, son los trabajos a los que daría lugar esta misma cotización si se la dejáramos a los contribuyentes.
En 1848, el Derecho al trabajo se mostró un momento bajo sus dos caras. Esto bastó para arruinarlo de cara a la opinión pública.
Una de esas caras se llamaba: Taller nacional.
La otra: Cuarenta y cinco céntimos.
Millones iban todos los días de la calle de Rivoli a los talleres nacionales. Es el lado bello de la medalla.
Pero he aquí el reverso. Para que salgan millones hace falta que hayan entrado. Es por lo que los organizadores del Derecho al trabajo se dirigen a los contribuyentes.
Pero entonces, los campesinos decían: Tengo que pagar 45 céntimos. Así pues, tendré que privarme de un traje, no abonaré mis campos, no arreglaré mi casa.
Mas, los campesinos dicen: Ya que nuestro burgués se priva de un vestido, habrá menos trabajo para el taller; como no abona su campo, habrá menos trabajo para el labrador; como no hace reparar su casa, habrá menos trabajo para el carpintero y el peón.
Hay entonces que probar que no se saca de un bolso dos moliendas, y que el trabajo remunerado por el gobierno se hace a expensas del trabajo pagado por el contribuyente. Así fue la muerte del Derecho al trabajo, que apareció como una quimera, tanto como una injusticia.
Y sin embargo, el derecho al beneficio, que no es sino la exageración del Derecho al Trabajo, vive aún y le va maravillosamente.
¿No hay algo de vergonzoso en el rol que el proteccionista hace interpretar a la sociedad?
Él le dice:
Tienes que darme trabajo, y, lo que es más, trabajo lucrativo. He escogido tontamente una industria que me deja un diez por ciento de pérdidas. Si tu instauras una contribución de veinte francos de mis compatriotas y si me la das, mi pérdida se convertirá en beneficio. Y el beneficio es un Derecho, tú me lo debes.
La sociedad que escucha a este sofista, que se carga de impuestos para satisfacerle, que no se percata de que la pérdida sufrida por una industria no es menos pérdida porque se obligue a compensarla, esta sociedad, digo yo, merece el fardo que se le obliga a portar.
Así, lo vemos a través de los numerosos temas que he recorrido: No saber Economía política, es dejarse deslumbrar por el efecto inmediato de un fenómeno; saber, es introducir en el pensamiento y en la previsión el conjunto de los efectos[12].
Podría someter aquí una enorme cantidad de cuestiones a la misma prueba. Pero reculo ante la monotonía de una demostración siempre idéntica, y termino, aplicando a la Economía política lo que Chateaubriand dice de la Historia:
``Hay, dice él, dos consecuencias en historia: una inmediata y que es conocida al instante, otra lejana y que no se percibe a primera vista. Estas consecuencias a menudo se contradicen; unas vienen de nuestra escasa sabiduría, las otras de la sabiduría perdurable. El suceso providencial aparece tras el suceso humano. Dios se eleva tras los hombres. Negad tanto como os plazca el consejo supremo, no consintáis su acción, disputáos sobre las palabras, llamad fuerza de las cosas o razón lo que el pueblo llama Providencia; pero mirad al final de un hecho consumado, y vereis que siempre ha producido lo contrario de lo que se esperaba de él cuando no ha sido establecido primero sobre la moral y la justicia.´´
(Chateaubriand; Memorias de ultratumba.)
[1]: Este panfleto, publicado en Julio de 1850, es el último que escribió Bastiat. Desde hacía un año estaba prometido al público. He aquí como su aparición fue retrasada. El autor perdió el manuscrito cuando lo transportaba de su domicilio de la calle de Choiseul a la calle de Argel. Tras larga e inútil búsqueda, se decidió a recomenzar su obra por completo, y escogió como base principal de sus demostraciones los discursos recientemente pronunciados en la Asamble Nacional. Una vez terminada esta tarea, se reprochó el haber sido demasiado serio, tiró al fuego el segundo manuscrito y escribió el que nosotros reimprimimos. (Nota del editor de la edición original.)
[2]: V. el cap. XX del tomo VI (Nota del editor de la edición original.)
[3]: El periódico Le Moniteur Industriel era el órgano principal de la propaganda en el favor del proteccionismo.
[4]: V. en el tomo IV, el capítulo XX de la 1ª serie de Sofismas, p. 100 y siguientes. (Nota del editor de la edición original.)
[5]: V. le chap. III du tome VI. (Nota del editor de la edición original.)
[6]: El autor ha invocado a menudo la presunción de verdad que se asocia al consentimiento universal manifestado por la práctica de todos los hombres. (Nota del editor de la edición original.)
[7]: Los sansimonianos, falansterianos e icarianos son miembros de diversas sectas socialistas de la época. Los primeros son los discípulos de San Simón, los segundos eran partidarios de los falansterios, sociedades comunistas similares a los muy posteriores kibboutz. La Icaría fue una utopía socialista que sus partidarios quisieron fundar en América. (Nota del Traductor.)
[8]: Ver en el tomo IV, páginas 86 y 94, los cap. XIV y XVIII de la 1ª serie de Sofismas, y, página 538, las reflexiones enviadas al Sr. Thiers sobre el mismo tema; además, en el presente volumen, el cap. XI. (Nota del editor de la edición original.)
[9]: El Sr. Ministro de la guerra a afirmado últimamente que cada individuo transportado a Argelia a costado al Estado 8000 Fr. Ahora bien, es seguro que los desdichados de los que se trata habrían vivido muy bien en Francia con un capital de 4000 Fr. Yo pregunto ¿en que se alivia a la población francesa, cuando se le priva de un hombre y los medios de existencia de dos?
[10]: Bosque reputado por los bandidos que desvalijaban a los viajeros que lo atravesaban. (Nota del editor de la edición de la FEE.)
[11]: V. la nota de la página 369. (Nota del editor de la edición original.) Se trata, más arriba en este mismo documento, de la nota ``Ver en el tomo IV, las páginas 86 y 94...´´ (Nota del editor de Bastiat.org.)
[12]: Si todas las consecuencias de una acción recayeran sobre su autor, nuestra educación sería rápida. Pero no es así. A veces las buenas consecuencias visibles son para nosotros, y las malas consecuencias invisibles para los otros, lo que nos las vuelve más invisibles aún. Hay que esperar a que la reacción venga de aquellos que tienen que soportar las malas consecuencias del acto. Esto lleva algunas veces mucho tiempo, y esto es lo que prolonga el reinado del error. Un hombre hace un acto que produce buenas consecuencias iguales a 10, en su beneficio y malas consecuencias iguales a 15, repartidas entre 30 de sus semejantes de manera que no recae sobre cada uno de ellos más que 1/2. En total, hay pérdida y la reacción debe necesariamente producirse. Se concibe sin embargo que se haga esperar tanto más cuanto más disperso esté el mal entre la masa y el bien más concentrado en un punto. (Nota inédita del autor)
Extraído de la edición original en 7 volúmenes (1863) de las obras completas de Frédéric Bastiat, tomo V, Ce qu'on voit et ce qu'on ne voit pas, pp. 362-392.
Traducido y maquetado en hipertexto por Luis Garcés-Erice; luis.garces@gmail.com para Bastiat.org, según el texto de François-René Rideau.
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