Por Frédéric Bastiat
Composición aparecida en el Diario de Debates, número del 25 de setiembre de 1948.
Yo quisiera que se creara un premio, no de quinientos francos, sino de un millón, con coronas, cruz y cinta en favor de aquél que diera una definición buena, simple e inteligible de esta palabra: El Estado.
¡Qué inmenso servicio proporcionaría a la sociedad! ¡El Estado! ¿Qué es? ¿Dónde está? ¡Qué hace? ¿Qué debería hacer?
Todo lo que nosotros sabemos es que es un personaje misterioso, y seguramente el más solicitado, el más atormentado, el más atareado, el más aconsejado, el más acusado, el más invocado y el más provocado que hay en el mundo.
Porque, Señor, no he tenido el honor de conocerle, pero yo apuesto diez contra uno a que después de seis meses Usted hace utopías, y si Usted hace utopías, apuesto diez contra uno a que Usted encarga al Estado de realizarlas.
Y Usted, Señora, estoy seguro de que desearía en el fondo de su corazón curar todos los males de la triste humanidad y que Usted no estaría de ningún modo molesta si el Estado quisiera solamente prestarse a ello.
Pero, ¡ay! El infeliz, como Fígaro, no sabe a quién oír ni a cuál lado volverse. Las cien mil bocas de la prensa y de la tribuna le gritan a la vez:
- "¡Eh! Señores, un poco de paciencia, responde el Estado, con un aire lastimoso.
"Yo intentaré satisfacerlos, pero para ello me hacen falta algunos recursos. He preparado proyectos concernientes a cinco o seis impuestos totalmente nuevos y los más benignos del mundo. Ustedes querrán el placer de pagarlos".
Pero entonces un gran grito se eleva: "¡Ah no! ¡Ah no! ¡Cuál sería el buen mérito de hacer cualquier cosa con recursos! No valdría la pena de llamarse Estado. Lejos de preocuparnos por nuevos impuestos, le conminamos a retirar los antiguos. Suprime:
En medio de este tumulto y después de que el país ha cambiado dos o tres veces su Estado por no tener satisfechos a todos tales demandas, he querido hacer ver que ellas han sido contradictorias. ¡De qué me he atrevido, por Dios! ¿No pude guardar para mí esta infortunada observación?
Heme aquí desacreditado ante todos por siempre, acusando recibo de que soy un hombre sin corazón y sin entrañas, un filósofo seco, un individualista, un burgués y, para decirlo todo en una palabra, un economista de la escuela inglesa o estadounidense.
¡Oh! Perdónenme, escritores sublimes, que nada me detiene, ni las mismas contradicciones. Estoy equivocado, sin duda, y me retracto de todo corazón. No pido nada mejor, estén seguros, que Ustedes hayan verdaderamente descubierto, fuera de nosotros, un ser bienhechor e inagotable, llamado Estado, que tiene pan para todas las bocas, trabajo para todos los brazos, capitales para todas las empresas, crédito para todos los proyectos, aceite para todas las llagas, alivio para todos los sufrimientos, consejo para todos los perplejos, soluciones para todas las dudas, verdades para todas las inteligencias, distracciones para todos los aburrimientos, leche para la infancia, vino para la vejez, que provee a todas nuestras necesidades, previene todos nuestros deseos, satisface todas nuestras curiosidades, endereza todos nuestros errores, todas nuestras faltas y nos dispensa a todos en adelante de previsión, de prudencia, de juicio, de sagacidad, de experiencia, de orden, de economía, de temperamento y de actividad.
¿Y por qué no lo desearía? Dios me perdone, entre más he reflexionado, más encuentro que el asunto es cómodo y estoy impaciente de tener, yo también, a mi alcance, esta fuente inagotable de riquezas y de luces, esta medicina universal, este tesoro sin fondo, este consejero infalible que Ustedes llaman Estado.
También pido que me lo muestren, que me lo definan, porque propongo la creación de un premio para el primero que descubra este fénix. Porque, en fin, bien se me recordará que este descubrimiento precioso todavía no ha sido hecho, porque, hasta ahora, a todo esto que se presenta bajo el nombre del Estado el pueblo le derroca enseguida, precisamente porque no llena las condiciones algo contradictorias del programa.
¿Falta decirlo? Temo que seamos, en este respecto, engañados por una de las más bizarras ilusiones que se hayan apoderado jamás del ser humano.
El hombre repugna de la Pena, del Sufrimiento. Y sin embargo está condenado por la naturaleza al Sufrimiento de la Privación si no acepta la Pena del Trabajo. No tiene luego más que la elección entre estos dos males.
¿Cómo hacer para evitar los dos? Hasta aquí no ha encontrado ni encontrará jamás otro medio: disfrutar del trabajo de otro; hacer de suerte que la Pena y la Satisfacción no incumban a cada uno según la proporción natural, sino que toda la pena sea para los unos y todas las satisfacciones para los otros. De allí la esclavitud, de allí la expoliación, en cualquier forma que tome: guerras, imposturas, violencias, restricciones, fraudes, etc., abusos monstruosos pero consecuentes con el pensamiento que les ha dado nacimiento. Se debe odiar y combatir a los opresores, no se puede decir que sean absurdos.
La esclavitud está terminando, gracias al Cielo, y, por otro lado, esta disposición por la que estamos listos a defender nuestro bien hace que la Expoliación directa y cándida no sea fácil. Una cosa pues permanece. Es esta infeliz inclinación primitiva que llevan dentro de sí todos los hombres a dividir en dos partes la suerte compleja de la vida, rechazando la Pena sobre otros y guardando la Satisfacción para sí mismos. Queda por ver bajo cuál forma nueva se manifiesta esta triste tendencia.
El opresor no actúa más directamente por sus propias fuerzas sobre el oprimido. No, nuestra conciencia se ha convertido en demasiado meticulosa para ello. Hay todavía tirano y víctima, pero entre ellos se coloca un intermediario que es el Estado, es decir la ley misma. ¿Qué más propio para hacer callar nuestros escrúpulos y, lo qué es quizás más apreciado, para vencer las resistencias? Luego, todos, con un título cualquiera, bajo un pretexto o bajo otro, nos dirigimos al Estado. Le decimos: "No he encontrado entre mis goces y mi trabajo una proporción que me satisfaga. Bien quisiera, para establecer el equilibrio deseado, tomar algún poco del bien de otro. Pero esto es peligroso. ¿No podría Usted facilitarme la cosa? ¿No podría darme una buena plaza? ¿O bien dificultar la industria de mis competidores? ¿O bien prestarme capitales que Usted haya tomado a sus propietarios? ¿O asegurarme el bienestar cuando tenga cincuenta años? Por este medio, llegaré a mi meta con toda tranquilidad de conciencia, porque la ley misma habrá actuado por mí, ¡y tendré todas las ventajas de la expoliación sin tener ni los riesgos ni los odios!
Como es cierto, por una parte, que dirigimos todos al Estado alguna demanda semejante y que, por otra parte, está comprobado que el Estado no puede procurar satisfacción a los unos sin aumentar el trabajo de los otros, en espera de otra definición del Estado me creo autorizado a dar aquí la mía. ¿Quién sabe si me llevaré el premio? Hela aquí:
El Estado es la gran ficción a través de la cual todo el mundo se esfuerza en vivir a expensas de todo el mundo.
Porque, hoy como en otros tiempos, cada uno, un poco más, un poco menos, quisiera aprovecharse del trabajo de otro. Este sentimiento no se osa exhibirlo, se disimula a sí mismo; ¿y entonces qué se hace? Se imagina un intermediario, se envía al Estado, y cada clase por turno viene a decirle: "Usted que puede tomar lealmente, honestamente, tome del público y compartiremos". ¡Ay! El Estado no tiene más que inclinarse a seguir el diabólico consejo; porque está compuesto de ministros, de funcionarios, de hombres en fin, quienes, como todos los hombres, llevan en el corazón el deseo y toman siempre con ardor la ocasión de ver agrandarse sus riquezas y su influencia. El Estado, pues, comprende de prisa el partido que puede sacar del papel que el público le ha confiado. Será el árbitro, el amo de todos los destinos: tomará mucho, luego se dejará mucho a sí mismo; multiplicará el número de sus agentes, ensanchará el círculo de sus atribuciones; terminará por adquirir proporciones aplastantes.
Pero lo que falta señalar es la asombrosa ceguera del público en todo esto. Cuando los soldados victoriosos reducen a los vencidos a esclavitud, han sido bárbaros, pero no han sido absurdos. Su meta, como la nuestra, fue vivir a expensas del otro; pero, como a nosotros, no les falló. ¿Qué debemos pensar de un pueblo donde no parece sospecharse que el pillaje recíproco no es menos pillaje porque sea recíproco, que no es menos criminal porque se ejecute legalmente y con orden, que no se ajusta para nada al bienestar público, que lo disminuye por el contrario tanto como cuesta este intermediario dispendioso que llamamos Estado?
Y a esta gran quimera la hemos colocado, para edificación del pueblo, en el frontispicio de la Constitución. He aquí las primeras palabras del preámbulo: "Francia se constituye en República para? llamar a todos los ciudadanos a un grado siempre más elevado de moralidad, de luz y de bienestar."
Así, es Francia o la abstracción quien llama a los franceses o las realidades a la moral, al bienestar, etc. ¿Hay que abundar en el sentido de esta bizarra ilusión que nos lleva a todos a esperar otra energía que la nuestra? ¿Hay que dar a entender que hay, al lado y fuera de los franceses un ser virtuoso, esclarecido, rico, que puede y debe verter sobre ellos sus beneficios? ¿Hay que suponer, y por cierto muy gratuitamente, que hay entre Francia y los franceses, entre la simple denominación abreviada, abstraída, de todas las individualidades y de estas individualidades mimas, relaciones de padre a hijo, de tutor a pupilo, de profesor a escolar? Sé bien que se dice a veces metafóricamente: La patria es una madre tierna. Pero para atrapar en flagrante delito de inanidad a la proposición constitucional, es suficiente mostrar que puede ser invertida no solo diría que sin inconveniente, sino incluso con ventaja. ¿La exactitud sufriría si el preámbulo hubiera dicho:
"Los franceses se han constituido en República para llamar a Francia a un grado siempre más elevado de moralidad, de luz y de bienestar"?.
Ahora bien, ¿cuál es el valor de un axioma en el que el sujeto y el predicado pueden cambiar de sitio sin inconveniente? Todo el mundo comprende cuando se dice: la madre amamantará al niño. Pero sería ridículo decir: el niño amamantará a la madre.
Los estadounidenses se hacían otra idea de las relaciones de los ciudadanos con el Estado cuando colocaron a la cabeza de su Constitución estas simples palabras:
"Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, para formar una unión más perfecta, establecer la justicia, asegurar la tranquilidad interior, proveer a la defensa común, acrecentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad a nosotros mismos y a nuestra posteridad, decretamos, etc."
Aquí el punto de creación quimérica, punto de abstracción a la que los ciudadanos piden todo. No esperan nada más que de ellos mismos y de su propia energía.
Si se me permite criticar las primeras palabras de nuestra Constitución, no hace más, como se podría creer, que una pura sutileza metafísica. Pretendo que esta personificación del Estado ha sido en el pasado y será en el provenir una fuente fecunda de calamidades y de revoluciones.
He aquí el Público de un lado, el Estado del otro, considerados como dos seres distintos, éste teniendo que entregar a aquél, aquél teniendo derecho a reclamar de éste el torrente de felicidades humanas. ¿A qué debe llegarse?
Al hecho de que el Estado no es manco ni puede serlo. Tiene dos manos, una para recibir y otra para dar, dicho de otro modo, la mano ruda y la mano dulce. La actividad de la segunda está necesariamente subordinada a la actividad de la primera.
En rigor, el Estado puede tomar y no dar. Esto se observa y se explica por la naturaleza porosa y absorbente de sus manos, que retienen siempre una parte y algunas veces la totalidad de lo que ellas tocan. Pero lo que no se ha visto jamás ni jamás se verá e incluso no se puede concebir es que el Estado dé al público más de lo que le ha tomado. Es luego muy loco que tomemos alrededor de él la humilde actitud de mendigos. Es radicalmente imposible conferir una ventaja particular a algunos individuos que constituyen la comunidad sin infligir un daño superior a la comunidad entera.
Se encuentra luego colocado, por nuestras exigencias, en un círculo vicioso manifiesto.
Si rehusa el bien que se exige de él, es acusado de impotencia, de mala voluntad, de incapacidad. Si intenta realizarlo, se reduce a golpear al pueblo con impuestos redoblados, a hacer mayor mal que bien, a atraerse, por otro lado, la desafección general.
Así, en el público hay esperanzas, en el gobierno dos promesas: muchos beneficios y no impuestos. Esperanzas y promesas que, siendo contradictorias, no se realizan jamás.
¿No es ello la causa de todas nuestras revoluciones? Porque entre el Estado, que prodiga promesas imposibles, y el público, quien ha concebido esperanzas irrealizables, se vienen a interponer dos clases de hombres: los ambiciosos y los utópicos. Su papel está totalmente trazado por la situación. Es suficiente a estos cortesanos de popularidad gritar a las orejas del pueblo: "El poder te engaña; si nosotros estuviéramos en su lugar, te colmaríamos de beneficios y te liberaríamos de impuestos".
Y el pueblo cree, y el pueblo espera, y el pueblo hace una revolución.
Tan pronto sus amigos se encargan de los asuntos, son urgidos a ejecutarlos. "Denme luego trabajo, pan, seguros, crédito, instrucción, colonias, dice el pueblo, y sin embargo, según sus promesas, libérenme de las garras del fisco".
El Estado nuevo no está más apurado que el Estado antiguo, pues, en realidad lo imposible bien se puede prometer, pero no cumplir. Busca ganar tiempo, que le hace falta para madurar sus vastos proyectos. Primero, hace algunos tímidos ensayos; por un lado, extiende un poco la instrucción primaria; por el otro, modifica un poco el impuesto de las bebidas (1830). Pero la contradicción sales siempre por delante; si quiere ser filántropo, está forzado a permanecer fiscal; si renuncia al fisco, le falta renunciar también a la filantropía.
Estas dos promesas se impiden siempre y necesariamente la una a la otra. Usar del crédito, es decir, devorar el provenir, es de hecho un medio actual de conciliarlos; se ensaya hacer un poco de bien en el presente a expensas de mucho mal en el porvenir. Pero este proceder evoca el espectro de la bancarrota a quien toma el crédito. ¿Qué hacer luego? Entonces el Estado nuevo toma su parte valientemente; reúne las fuerzas para mantenerse, sofoca la opinión, recurre a lo arbitrario, ridiculiza sus antiguas máximas, declara que se no puede administrar más que con la condición de ser impopular; en una palabra, se proclama gubernamental.
Y está aquí lo que los otros buscadores de popularidad esperan. Ellos explotan la misma ilusión, pasan por la misma vía, obtienen el mismo éxito, y van sobre todo a hundirse en el mismo abismo. Así hemos llegado a febrero. En esta época, la ilusión que ha sido objeto de este artículo había penetrado más que nunca en las ideas del pueblo con las doctrinas socialistas. Más que nunca, se esperaba que el Estado bajo la forma republicana abriera totalmente la gran fuente de beneficios y cerrara la de impuestos. "Me he equivocado a menudo, - dice el pueblo - pero me vigilaré a mí mismo para no equivocarme una vez más."
¿Qué puede hacer el gobierno provisional? ¡Ay! Lo que se hace siempre en coyunturas parecidas: prometer y ganar tiempo. No faltaba más, y para dar a sus promesas más solemnidad, las fija en sus decretos. "Aumento del bienestar, disminución del trabajo, seguridad, crédito, instrucción gratuita, colonias agrícolas, roturación y al mismo tiempo reducción del impuesto de la sal, de las bebidas, de las cartas, de la carne, todo será concedido? al venir la Asamblea Nacional".
La Asamblea Nacional ha venido, y como no se pueden realizar dos contradicciones, su tarea, su triste tarea, se ha limitado a retirar, lo más suavemente posible, uno tras otro, todos los decretos del gobierno provisional.
Sin embargo, para no volver la decepción más cruel, ha sido necesario transigir un poco. Ciertos compromisos se han mantenido, otros han recibido un muy limitado comienzo de ejecución. También la administración actual se esfuerza en imaginar nuevos impuestos.
Ahora me transporto con el pensamiento a algunos meses en el porvenir, y me pregunto, con tristeza en el alma, lo que vendrá cuando los agentes de la nueva creación vayan a nuestras campiñas a colectar los nuevos impuestos sobre las sucesiones, sobre las rentas, sobre los beneficios de la explotación agrícola. Que el Cielo desmienta mis presentimientos, pero veo allí un papel a desempeñar por los buscadores de popularidad.
Lean el último Manifiesto de los Montagnards, aquél que se ha emitido a propósito de la elección presidencial. Es un poco largo, pero, después de todo, se resume en dos palabras: El Estado debe dar mucho a los ciudadanos y tomar poco de ellos. Es siempre la misma táctica o, si se quiere, el mismo error.
"El estado debe gratuitamente instrucción y educación para todos los ciudadanos".
Debe: "Una enseñanza general y profesional apropiada hasta donde sea posible a las necesidades, a las vocaciones y a las capacidades de cada ciudadano".
Debe: "Enseñar sus deberes hacia Dios, hacia los hombres y hacia sí mismo; desarrollar sus sentimientos, sus aptitudes y sus facultades, darles en fin la ciencia de su trabajo, el entendimiento de sus intereses y el conocimiento de sus derechos".
Debe: "Poner al alcance de todos las letras y las artes, el patrimonio del pensamiento, los tesoros del espíritu, todos los disfrutes intelectuales que elevan y fortalecen el alma."
Debe: "Reparar todo siniestro, incendio, inundación, etc. (este et caetera dice más de lo que dice) sufrido por un ciudadano."
Debe: "Intervenir en las relaciones del capital con el trabajo y hacerse regulador del crédito."
Debe: "A la agricultura estímulos serios y una protección eficaz".
Debe: "Volver a comprar los ferrocarriles, los canales, las minas" y sin duda también administrarlas con esa capacidad industrial que le caracteriza.
Debe: "provocar las iniciativas generosas, estimularlas y ayudarlas con todos los recursos capaces de hacerlas triunfar. Regulador del crédito, comanditará ampliamente las asociaciones industriales y agrícolas, a fin de asegurar el éxito."
El Estado debe todo ello, sin perjuicio de los servicios a los que debe hacer frente hoy; y, por ejemplo, deberá tener siempre respecto a los extranjeros una actitud amenazante, pues dicen los signatarios del programa "ligado por esta solidaridad santa y por las precedentes de la Francia republicana, llevamos nuestros votos y nuestras esperanzas más allá de las barreras que el despotismo eleva entre las naciones: el derecho que queremos para nosotros, lo queremos para todos aquellos a los que oprime el jugo de las tiranías; queremos que nuestra gloriosa armada sea, si hace falta, la armada de la libertad".
Verán que la mano dulce del Estado, esta buena mano que da y que reparte, estará muy ocupada bajo el gobierno de Montagnard. ¿Creen Ustedes quizás que lo estará de la misma manera la mano ruda, esta mano que penetra y extrae de nuestros bolsillos?
Desengáñense. Los buscadores de popularidad no sabrán su oficio si no tienen el arte de mostrar la mano dulce ocultando la mano ruda.
Su reino será seguramente el jubileo del contribuyente. "Es lo superfluo, dicen, no lo necesario lo que el impuesto debe atacar."
¿No será un buen tiempo aquél en que, para colmarnos de beneficios, el fisco se contentará con mermar nuestro superfluo?
Esto no es todo. Los Montagnards aspiran a que "el impuesto pierda su carácter opresivo y no sea más que un acto de fraternidad".
¡Bondad del cielo! Sabía bien que está de moda meter la fraternidad en todas partes, pero no sospechaba que se la pudiera meter en el cobro del recaudador.
Llegando a los detalles, los signatarios del programa dicen:
Así, impuesto a los bienes raíces, concesiones, patentes, timbre, sal, bebidas, correos, todo eso desaparece. Estos señores han encontrado el secreto de dar una actividad ardorosa a la mano dulce del Estado paralizando su mano ruda.
Bien, pregunto al lector imparcial, ¿no es eso infantilismo, y más aún, infantilismo peligroso? ¿Cómo el pueblo no hará revolución sobre revolución una vez que decide a no detenerse hasta que haya realizado esta contradicción: "No dar nada al Estado y recibir mucho!"
¿Creen que si los Montagnards llegarán al poder no serán las víctimas de los medios que han empleado para tomarlo?
Ciudadanos, en todos los tiempos dos sistemas políticos han estado presentes y ambos pueden apoyarse en buenas razones. Según uno, el Estado debe hacer mucho, pero también debe tomar mucho. Según el otro, esa doble función se debe hacer sentir poco. Entre los dos sistemas es necesario optar. Pero en cuanto a un tercer sistema, que participe de los otros dos y que consista en exigir del Estado sin darle nada, es quimérico, absurdo, pueril, contradictorio, peligroso. Aquellos que lo ponen por delante para darse el placer de acusar a todos los gobernantes de impotencia y exponerles así a ataques, estos a Ustedes los adulan o los engañan, o al menos se engañan a ellos mismos.
En cuanto a nosotros, pensamos que el Estado no es o no debería ser otra cosa que la fuerza común instituida no para ser entre todos los ciudadanos un instrumento de opresión y de expoliación recíproca sino, por el contrario, para garantizar a cada uno lo suyo y hacer reinar la justicia y la seguridad.
Frédéric Bastiat (1801-1850)
Puesto al HTML por Faré Rideau para Bastiat.org.